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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cotilleo

Juan Cruz

El cotilleo en su forma más hedionda, la maledicencia, está en el origen de la maldad humana. Es la expresión aviesa del deseo de que al otro le vaya mal. Y es peor aún cuando se disfraza de conmiseración, de preocupación falsa por el destino de las personas, cuando en realidad oculta la malsana costumbre de desear el mal al otro. “¿Sabes qué le ha pasado a Fulanito? Pues si yo te contara”. “Cuenta, cuenta...”. Siglos de civilización para que un día alguien te diga, en medio del silencio, el susurro malvado, la confesión indeseada.

España ha institucionalizado al cotilla y le ha dado también vara de maledicencia. Le ha dado sitio en los medios, le ha abierto zonas antes sagradas y le ha dicho que puede pastar como quiera, el campo es libre. Perseguir al maledicente está desaconsejado hasta por los jueces: es peor si los denuncias, te perseguirán con más ahínco... Por ahí, claro, se han colado muchos vivales, algunos de los cuales se visten de espías y venden o alquilan su mercancía para averiar reputaciones o conductas, consiguiendo por ello réditos que otros, falsamente compungidos, celebran.

Como la sociedad es perezosa para atajarlos cuando empiezan a campar en la frontera de lo legítimo, se pasan de la raya y ahora ocurre lo que ocurre, que este país parece un Twitter constante, un magma terrible de sobreentendidos y de insultos velados que se hacen pasar, por ejemplo, por el resultado de arduas investigaciones que consisten en haber dejado abierto un micrófono en un bar para luego ir vendiendo la mercancía suculenta y hedionda que se ha conseguido de forma tan artera.

El caso de los espías-florero de Barcelona es como un capítulo cutre de la serie Boss, que ha reemprendido su curso en Canal +. En la primera parte, un melifluo organizador de la corrupción del alcalde de Chicago posaba de adusto vigilante, cuando en realidad era doble agente y le deseaba todo el mal a su jefe (un malvado también), del mismo modo que el Roby de Homeland deseaba fervientemente que muriera el vicepresidente norteamericano al que servía en esa serie sobre traiciones. El micrófono-florero es otra historia, claro, pero la maldad late ahí como una canción que chirría.

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