El corte de pelo ‘tazón’
No importaba cuántos recortes de imágenes de cortes de pelo enseñara a los peluqueros, mi pelo siempre tendría el mismo destino bajo sus manos
La relación con mi pelo siempre fue complicada. No importaba cuántos recortes de imágenes de cortes de pelo enseñara a los peluqueros, mi pelo siempre tendría el mismo destino bajo sus manos: el del corte tazón. A pesar de que esto me llevase a ser objeto de burla en el colegio, apreciaba el esfuerzo que hacía el peluquero. Mi cabello asiático siempre ha sido o demasiado puntiagudo o demasiado grueso o demasiado rebelde para arriesgarme y hacerme un peinado que me hubiera gustado tener, y corría el peligro de que, al dejármelo corto, acabase pareciendo un cepillo para el inodoro. Las pocas veces que sí lo tuve corto y se ponía de punta, recurrí a aplastarlo con gorros o procurando dormir en la posición exacta para no levantarme con el pelo así. Al hablar de esto con amigos también asiáticos descubrí que les pasaba lo mismo y que, curiosamente, en las peluquerías chinas entendían qué cortes nos favorecían y cuáles no. Así es cómo conocí el barrio de Usera. Y salí del corte tazón.
La peluquería fue recomendación de mi madre, quien solía teñirse y cortarse el pelo allí y que siempre bromeaba con que, si me preguntaban de dónde era, dijera que de China aunque fuera de Taiwán para evitar conflictos políticos si es que los hubiera. Antes de cortarme el pelo, vi un catálogo de peinados y cortes de modelos asiáticos tirado en el sofá, cosa que jamás habría imaginado que existiera fuera de la isla de Taiwán.
Esa peluquería era un lugar donde me obligaban a que me mirase a mí mismo. Como dice Alexander Leon, activista y escritor: “Los disidentes sexuales y de género (y más aún si eres racializado), no crecimos siendo nosotros mismos, crecimos jugando a una versión de nosotros mismos que sacrificaba nuestra autenticidad para así poder minimizar la humillación y los prejuicios que había hacia nosotros. Por lo tanto, nuestra tarea en nuestra vida adulta, de una forma u otra, es descubrir qué partes de nosotros mismos son verdaderamente nosotros y qué partes hemos creado para protegernos”.
Nuestra lectura de nuestra propia identidad en Occidente se construyó, en su mayor parte, consumiendo una representación caricaturesca de lo que somos, algo que la artista Silvia Albert Sopale, creadora de No es país para negras, quiere transmitir en su nueva obra Blackface y otras vergüenzas en el Teatro del Barrio de Madrid, del 8 al 12 de enero. En ella, Silvia ofrece su mirada crítica sobre la “historia oficial” de la comunidad afrodescendiente en España. Partiendo de celebraciones y hechos que resultan racistas, quiere cuestionarlos y poner de relieve cómo impactan en el imaginario cultural de la sociedad y, a través de diversos personajes y situaciones, acercar al espectador a las emociones y sentimientos de una comunidad silenciada y todavía ridiculizada con lo que se consideran “vergüenzas” en pleno siglo XXI.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.