Lugares puente
Solo unos pocos conocen la melancolía infinita que se respira en los vagones casi vacíos de un tren
Nunca he terminado ni empezado el año en Madrid, la ciudad de los regresos. Siempre paso estos días en Segovia, con mi familia. Durante estas fechas, en la casa de mis padres es normal el trajín de las maletas y los viajes a la estación del AVE para llevar o recoger a mi hermana, que prefiere dormir en Segovia con nosotros aunque al día siguiente tenga que marcharse temprano al trabajo. Y yo, que se lo agradezco porque mi vida con ella tiene mucha más luz, hago coincidir nuestros relojes para que no dude y todo sea más fácil.
Lo cierto es que desde que tengo coche hago las veces de taxista y evito los desplazamientos de mi padre a la capital para recogernos a los perros y a mí. Reconozco que es más cómodo para todos. A mí me da una independencia que según iba ampliando la familia se me antojaba necesaria, pues viajar con perros no es algo que las compañías de transporte nos pongan fácil. Al contrario: uno ha de buscarse el modo, a veces imposible, de llegar a casa, porque veces es más sencillo cruzar el océano en barco que saltar los sesenta y pico kilómetros que me separan de Madrid.
Antes solía viajar en coche compartido, donde conocí a muchas personas buenas que admitían los pelos de los perros sin rechistar. De aquellos trayectos aún recuerdo a Enrique, quien nos llevó muchas veces a Sevilla a Tango y a mí. En uno de esos viajes, Enrique transportó a una cachorrita de galgo que se iba adoptada. En el camino vomitó, se hizo caca un par de veces y tuvimos que parar, pero él no protestó: se bajó, la limpió, nos reímos un rato y continuamos el camino. Hace poco nos felicitamos la Navidad. Enrique no lo sabe, pero me acuerdo mucho de él porque esos viajes me unieron mucho a Tango, y cuando faltó todos los recuerdos juntos se hicieron más importantes. En otras ocasiones, me montaba en el tren regional que sale desde Atocha en un trayecto que dura dos horas porque para en decenas de pueblos. Es un viaje casi olvidado que solo utilizan los ciclistas que van a la montaña y algunos lugareños, pero a mí me apasiona. Las vistas desde las ventanas desgastadas del vagón son espectaculares. En esos viajes empecé y terminé libros, escribí mucho, imaginé más. Solo unos pocos conocen la melancolía infinita que se respira en los vagones casi vacíos de un tren, en las miradas que se chocan preguntándose cuál será su historia, en esas puertas que se abren en pueblos recónditos por las que ya no entra nadie pero aun así se ofrecen, ajenas a las velocidades.
Ahora me conozco la autopista de memoria. Confieso que hay veces, cuando voy sola, que extraño el letargo de los viajes largos y giro por la Nacional para volver a cruzar por esos pueblos que unen las dos ciudades más importantes de mi vida. Entonces pienso en la importancia de conocer aquello que hace posible las uniones, lo necesario que es transitar por los lugares puente, porque lo cierto es que la playa sin arena solo es mar. Madrid me mata.
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