Ojete Calor y los títeres decapitados
El histriónico dúo Areces y Gómez se hace masivo poniendo sorna a la miseria moderna
Su nombre puede sugerir hilaridad, desparpajo y puede que hasta chabacanería, pero la cosa va muy en serio. Tanto como para que Ojete Calor hayan pulverizado las noches de este viernes y sábado todas la entradas en La Riviera -una sala con capacidad para casi 2.000 espectadores-, pese a encontrarse muy alejados de cualquier estándar estético y de los cauces habituales de promoción y difusión. Ellos, por esencia, son muy suyos y van a su bola. Porque Carlos Areces y Aníbal Gómez ni siquiera se han tomado la molestia de explotar especialmente la popularidad del primero, ese geniecillo de la comedia y el absurdo que se crió en la órbita de Muchachada nui y La hora chanante y acredita trabajos a las órdenes de Almodóvar, Álex de la Iglesia o Borja Cobeaga. Qué va: el calorcito, en este caso, es de generación endógena.
Sucede que los raros, estrafalarios y heterodoxos siempre han tenido su cuota de mercado, aunque en el castellano moderno ahora los llamemos friquis. Y Areces fue, ya desde niño, el diferente, el inadaptado, el difícil. El crío carabanchelero al que le daban miedo las pandillas de su propio barrio, el que no le encontraba la menor gracia a las pachangas futboleras, el alumno aplicado al que la gimnasia le quedaba para septiembre. Carlos siempre pareció gracioso casi sin pretenderlo, como con ese regusto de tristeza melancólica que tantas veces le atribuimos a los clowns. Y en Ojete, para qué engañarnos, hace mucho el payaso. Es mordaz, malévolo, zumbón. Dispara dardos contra todo lo que se mueve. Y termina resultando, claro, divertidísimo.
En el fondo, se supone que el dúo resiste por empeño de Aníbal, otro histrión de mucho cuidado. Según esa visión, Areces sería el disperso y perezoso, y Gómez, el sistemático y disciplinado. Podría ser. Lo que sí deberíamos dar por seguro es que ambos se complementan como dos piezas perfectas en el puzle de lo grotesco. Y que sus retratos hilarantes de este mundo tan moderno y asquerosito que nos ha tocado en suerte acaban gozando de predicamento entre una parroquia de lo más dispar. El viernes, en una Riviera atestada, se divisaban jovencitos y más bien talludos, arrumacos heteros y homos, gente emperifollada y pintillas de consideración. De lo que no había rastro, o nuestro olfato no llegó a percibirlo, era de admiradores de Rocío Monasterio y demás one hit wonders de esa España soliviantada y rupestre. “No votéis. Con lo bien que se estaba en España hace 40 o 50 años, que no se votaba nunca”, anotó nuestro vitriólico tándem sobre el escenario. Y la gente, que le ha cogido el truco a estos códigos bufos, acabó respondiendo con gritos de apoyo… a UPyD.
Cantar, lo que se dice cantar, no lo practican mucho ni Carlos ni Aníbal. Dejémoslo en que entonan, a veces de manera afinada y otras, no tanto. Quizá es que en un contexto de incorrección política no tendría buen encaje la corrección cantora. Puestos a prescindir de legitimidades melómanas, en Ojete Calor se ahorran incluso a los músicos. Buena gana, tratándose lo suyo de un batiburrillo de electropop, petardeo y bakalao. La pareja solo se acompaña sobre las tablas de sendas reproducciones en cartón de sí mismos. Eso sí, la agenda les permitió el viernes rodearse de celebrities, esas de las que, en pleno bucle irónico, luego despotrican: Natalia Ferviú para La gente mala (“Adolf Hitler y Bin Laden se pasaban mogollón”), un Joaquín Reyes de americana marrón y gafas oscuras en Opino de que (sobre el cuñadismo y demás sabelotodos), Lorena Castell en Vintage (que incluye un ripio desternillante: “Hazme el favor / Compra ropa sin sudor”), Yola Berrocal (repetimos: Yola Berrocal) para una versión despepitada de Bailar pegados, y hasta Santiago Segura dándolo todo en Cuidado con el ciborg. Añadan el plumiferio, los vestuarios inenarrables, esas pequeñas coreografías como de Escala en Hi-Fi. Todo muy loco. Todo, en el fondo, muy serio.
Porque en su empeño por radiografiar lo que ven a su alrededor, Aníbal y Carlos se convierten en diseccionadores de nuestra cotidianidad ridícula, en los Almodóvar y McNamara del siglo XXI. Navegan entre el público subidos a sendas colchonetas inflables, una parodia del fenómeno fan; se guasean del balconing, los viejóvenes, las frases hechas o los chistes malos. Adoptan una pose patética para hacernos aún más conscientes de nuestro propio patetismo. Se proclaman herederos del subnopop, ese que se remonta a Agapimú y versos como “Me siento nueva como la nieve cuando nieva”. A Ojete Calor, bajo su apariencia de comediantes de la varieté, les encanta no dejar títere con cabeza. Y somos nosotros, en última instancia, sus propios títeres decapitados.
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