Un lugar donde nunca pasa nada
La primera serie de Antonio Mercero, estrenada en 1971, más que apología del régimen era costumbrismo neorrealista puro
A comienzos de los años setenta había dos días a la semana en los que en mi casa se saltaba la recomendación de Cleo, Teté, Maripí, Pelusín, Coletas y Cuquín, la Familia Telerín, de irse a la cama a las nueve al comenzar la programación para adultos: los viernes, para ver Un, dos, tres, el clásico de Narciso Ibáñez Serrador y el domingo (aunque al poco tiempo pasó a los jueves) para ver Crónicas de un pueblo, la primera serie de Antonio Mercero, creador de otras producciones míticas como Verano Azul y Farmacia de Guardia y dramas como la multipremiada y agobiante La cabina, protagonizada por un soberbio José Luis López Vázquez.
Crónicas de un pueblo nació en 1971 tras la idea del subsecretario de la Presidencia de Franco, Luis Carrero Blanco, de difundir en la única televisión de entonces, las normas y la ideología del régimen que empezaba a dar coletazos. Se estrenó el 18 de julio y estuvo en antena hasta el 14 de febrero de 1974. Pero el tamiz del gran Mercero consiguió que la vida ejemplar de La Puebla del Rey Sancho, un lugar ficticio que en realidad era la localidad madrileña de Santorcaz, se convirtiera en un ejercicio de costumbrismo neorrealista que hablaba de una vida sencilla, sin lujos, pero sin carencias, a base de buenos guiones —firmados por Juan Farias, Juan Alarcón y Mercero—, buenos actores y grandes dosis de humor. Una serie en la que muchos españoles se identificaron y siguieron con pasión.
Las cenas se adelantaban cada domingo para ver, en blanco y negro, el día a día y los problemas cotidianos de los habitantes de este pueblo: el alcalde, el cura, el cabo de la guardia civil, el maestro, el alguacil, el cartero, el conductor de autobús, el barrendero, la boticaria y los niños de la escuela (presentes en casi todos los fregaos de la serie). Todos entraban en los hogares españoles a través de una sintonía de cabecera más popular, si cabe, que la serie.
En los episodios de Crónicas de un pueblo no pasaba casi nada (tampoco en El Secreto de Puente Viejo, la serie de Antena 3 convertida, con sus 2.143 capítulos, en la más longeva de la televisión en España). Tan solo pasaba la vida de forma lenta y plácida que contrastaba con el ya embrionario bullicio de las grandes ciudades donde habían emigrado muchos de los españoles en busca de una vida mejor. En Puebla del Rey Sancho no había fuerzas represoras, maestros que creían que las letras “con sangre entra”, ni curas que amenazaban con el infierno a los malos cristianos. Visto ahora, en la serie brillaban los guiones simplistas y el buenismo, pese a que todo destilaba grandes dosis de machismo, reflejo fiel de la España de los setenta donde triunfaba La Tonta del bote de Juan de Orduña y donde Lina Morgan recibía tortazos e insultos de todos. Eso no impide que TVE la emita cada año en Cine de Barrio sin que nadie proteste por tanta violencia machista acumulada.
A todos nos gustaba ver a Braulio (Jesús Guzmán), el locuaz y dicharachero cartero, lanzando las cartas desde su bicicleta o discutir, para luego reconciliarse, con Dionisio (Rafael Hernández), el conductor del autobús y a Camilo (Xan das Bolas), el pastor, barrendero y filósofo del pueblo.
A mis padres los trasladaba a Villapalacios, la localidad de Albacete que abandonaron en 1959
Pero lo que a mis padres realmente les gustaba era que la serie les transportaba a Villapalacios, el pueblo albacetense que habían abandonado, recién casados, a finales de los cincuenta, camino de Murcia y luego de Barcelona. A este lugar, ni manchego ni murciano, volvían una vez al año, en verano, atraídos por el imán de la familia y la añoranza. Primero en un viaje interminable en trenes atestados de gente. Luego, en un Seat 124 en el que mi madre construía un puzle donde encajaba las maletas repletas de ropa mientras mi padre renegaba: “Yo con un pantalón, una camisa y un par de mudas, tengo bastante”. Un largo viaje que completaban en dos etapas, tras hacer noche en Valencia, en casa de unos tíos y que les servía para reencontrarse con los suyos y sentir que el reloj retrocedía a los años anteriores a su marcha.
En el pueblo, mis hermanas y yo, descubrimos la libertad. Allí se podía andar por mitad de la calle, entrar en las casas porque las puertas siempre estaban abiertas y jugar y callejear hasta altas horas de la noche, pasando de los telerines, entre otras cosas, porque antes y ahora, los villapalacenses, por la noche, antes que ver la tele, prefieren “tomar el fresco” en la puerta de sus casas y comentar la jornada con sus vecinos. Tampoco podíamos perdernos porque todo el mundo sabía quién eran nuestros padres. Y si no lo sabían, lo sacaban por la pinta: “Eres clavado a los Chavales”. Una de las cosas que más nos divertía era ir a por agua al pilón llevando un carro con cuatro cántaros ya que el agua no se instaló en las casas hasta mitad de los setenta. Lo que menos, tener que hacer nuestras necesidades en la cuadra y jugarnos el tipo en medio de las gallinas que, ávidas de comida, amenazaban con picotearnos el culo.
A la hora de volver mi madre realizaba un pequeño milagro. En el maletero donde no cabía un alfiler, encajaba un par de garrafas de aceite, chorizos y morcillas de la matanza, tortas de manteca y algún melón que en Navidad servía en los postres. “Es todavía del pueblo”, decía con orgullo.
Hace 20 años que ellos ya no están, pero mis hermanas y yo seguimos yendo a Villapalacios año tras año. Y no una, sino todas las veces que podemos, porque nuestro pueblo, donde como en Puebla del Rey Sancho no ocurre casi nada, es el único lugar del mundo donde sabemos quiénes somos. No el periodista, la médica o la psicóloga, sino tres de los nietos de la Hilaria y de la Basilisa. Hace apenas unos días, mientras paseaba por una de sus calles, una mujer me preguntó: “¿Tú eres el hijo de Tomás y Rosario, verdad? Qué listo era tu padre y que guapa tu madre”. ¡La vida!
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