Tenemos un doble en los autos de choque del Sónar
Experiencias preternaturales en la primera jornada nocturna del festival
Estábamos hablando de lo nuestro –que básicamente es que yo trato de arrancarle información sobre los mejores conciertos y él trata de librarse de mí- el crítico Luis Hidalgo y yo, descansando un momento en los bancos comunales cerca de la instalación de los autos de choque tras encontrarnos fortuitamente en el marasmo, cuando un par de jóvenes se sentaron con nosotros. “Os hemos visto en la pista, qué caña dais”, dijo uno de ellos. Luis y yo nos miramos. Es difícil que alguien nos admire bailando, sobre todo comparado con lo que hay por ahí, y también porque él no sé qué hará cuando está solo, pero yo apenas me balanceo y no saco la mano del bolsillo para que no me roben el móvil. “No, no, en los autos de choque”, aclaró el chico al ver nuestra confusión. Me pareció más raro todavía, porque yo no subo a esos coches de feria desde los tiempos de la Mar Bella, cuando un conductor empastillado se empotró contra mí al ritmo de Kraftwerk. “Sí, sí, erais vosotros dos, tú conducías e ibais a por todas”, sostuvo vehemente nuestro interlocutor señalando un moratón en el cuello de su amigo. “Mira qué tortazo”.
Fue raro, porque eran muy simpáticos y no parecían querer cobrarse desquite ni pasarnos nada sino solo charlar un poco y cambiar impresiones. Se fueron hacia un concierto dejándonos con dos ceñidas alemanas que en el ínterin se habían juntado al grupo espontáneo y que compartían animadamente un plato de pasta. Es uno de los episodios preternaturales más curiosos que he vivido en todos estos años de Sónar. No lo de las alemanas con nosotros, lo de los coches. Parece imaginado por Sergio Caballero. Una de esas historias suyas de fantasmas y gemelos dobles que se hacen pipí. Confundir a uno vale, ¿pero a dos, y tan especiales en el ámbito del festival como Luis y yo? Raro, insisto, muy raro. Nos acabamos sintiendo como Thelma y Louise o más aún como Ángela Molina y Virginia Rousse en el espectral Scalextrix de Caballero que es la imagen del festival. Quedamos tan conmocionados de pensar que tenemos dos réplicas en el festival (o acaso somos nosotros las réplicas, o ha habido un bucle espacio temporal, que es lo único que te falta que te pase en el Sónar), que Luis aceptó llevarme al concierto de Octavian –como salta el tío, Octavian-.
Yo ya había vivido una sensación rara antes, en el Sónar Pub con Acid Arab y su mezcla de techno y El hijo del caíd, cuando me pareció que en el escenario estaba el mismísimo Taha Husein con gorra de béisbol. Es posible que fuera producto del viaje que me arreó sin querer un negro enorme y corpulento que bailaba desaforadamente a mi lado y que se excusó con maneras exquisitas antes de regresar a lo suyo. Obsesionado con la idea de que en el Sónar no solo han irrumpido la huelga de los montadores, el fondo de inversión, el cambio de fechas y el desafecto institucional sino fuerzas sobrenaturales (por si las anteriores no lo son bastante) desembarqué en el concierto masivo de Underworld, cuyo nuevo trabajo por lo que he leído se ha inspirado en un matadero en Essex. Luis ya me había dado esquinazo señalando “me voy a ver algo mejor, aquí lo que la gente quiere es zapatilla” (sabias palabras: yo le escucho como si fuera un augur, y luego no le hago ni caso).
Mientras alucinado y ensordecido veía bailar entre lásers y cuerpos enfervorecidos al viejo Karl Hyde como un druida celta poseído me pareció que se transformaba en Joe Cocker. Hasta ahí podíamos llegar. Miré a un lado y otro, por si alguien me había echado algo en la bebida. Y me marché corriendo, uh, bailando, a buscar a mi doble. Yeah.
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