Birkin vuelve a abrir las cartas de amor de Gainsbourg
La icónica intérprete, de 72 años, reviste de excelencia sinfónica en las Noches del Botánico el recuerdo de su irreverente expareja
Puede haber hecho Jane Birkin unas cuantas diabluras artísticas, y a sus 72 espléndidos años aún está a tiempo de incrementar esa nómina, pero bien saben los cielos (y ella misma) que nada la identificará nunca tanto como el cancionero que le dedicó Serge Gainsbourg. Y fue prolijo, hermoso y sincero hasta la incomodidad, además de perseverante. No se conformó el ilustre Lucien Ginsburg con escribirle a su musa durante los años en que fueron pareja, entre 1969 y 1980, sino que siguió haciéndolo incesantemente después de que ella rompiera la relación; solo la prematura visita de la parca, en 1991, silenció su pluma. Inspiración y obsesión: así se escribe tantas veces la historia de los procesos creativos, por lo que Jane Mallory Birkin ha optado por asumir su condición icónica y reinventar un legado que nunca fue privativo, sino universal.
Ojo, los mitos no se bastan por sí solos para despachar entradas. Acostumbrados a los llenazos fervorosos en estas Noches del Botánico (el de la víspera, con LP y Charlie Winston, apoteósico), nos encontramos este miércoles en el plácido jardín de la Complutense haciéndole honores a la expresión francesa petit comité. Contra pronóstico, porque la Birkin es una de esas artistas consagradas que conserva la admiración de muchos coetáneos sin que se nos ocurra ningún foco significativo de detractores. Pero tal vez el revestimiento sinfónico desconcertara en un festival que siempre ha sido afín a la veteranía, pero no a las pomposidades. Aunque paradójicamente fueran los arreglos de Nobu Nobuyuki Nakajima, defendidos por la Orquesta Sinfónica de Mujeres de Madrid (OSMUM), la gran novedad de la velada.
Birkin, no les sorprenderá leerlo, canta cuantitativamente poco. Lleva medio siglo largo sublimando las posibilidades expresivas del susurro, así que esta incursión sinfónica ha de lidiar con un delicado equilibrio de volúmenes. Ella mucho más amplificada que su abultada nómina de acompañantes, por eso de igualar los platos de la balanza. El espectáculo echa a andar con 20 minutos de retraso, la anhelada Primera Dama de la chanson remolonea entre bambalinas hasta las 22.38 y las primeras sensaciones invitan más al desasosiego que a la comodidad. Lost song o Baby alone in Babylone son melodías tan bellas como complejas en su trazado sinuoso, y Jane parece apurada bordeando a cada momento el umbral agudo de su tesitura. Por eso, algunas frases llamadas a conmover acaban invitando más a removerse en el asiento.
Queda siempre el refrendo de la veneración. La Ciudad Universitaria se ha consolidado como un paraíso melómano de sonorización cristalina, sin barreras arquitectónicas interpuestas ni vecindario impertinente, pero en todo el verano no se había alcanzado un silencio tan reverencial en las gradas. Bostezaban los camareros, con menos trajín por sus dominios incluso que los dos días de Loreena McKennitt, una mística de libro. Descansaban los celulares en los bolsillos de sus propietarios, que no tenían la menor necesidad de instagramizar a la diva en movimiento, o más bien adscrita a la quietud serena. Y se restringían pestañeos y respiraciones, porque Birkin personifica la fragilidad y los delicadísimos arreglos de Nakajima (¡esos violines implorantes en Une chose entre autres!) acentúan la desolación de la melancolía, la belleza de la incertidumbre.
No sabemos qué habría dicho Gainsbourg de estos ropajes, muy bien manejados por la batuta de Isabel López. No acierta a intuirlo ni la propia homenajeadora/homenajeada, que en un momento dado advirtió: “Serge era un hombre excepcionalmente divertido y terriblemente triste”. Cosas de las personalidades complejas, atormentadas, brillantes. Birkin enlaza la solemne Amours des feintes, por la que confiesa su debilidad, con un socarrón Exercice en forme de Z que le proporciona una de las escasas oportunidades de mutar hieratismo en balanceo. Transcurridos 50 minutos de travesía sentimental, su garganta iba estando más asentada. Y algunos, en la noche más aterciopelada del año, se olvidaron definitivamente de parpadear.
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