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Horas muertas

La autora hace un repaso de los modelos de pasajeros incómodos que se dan en los transportes públicos

Un pasajero, dentro de un vagón en la estación de Moncloa.
Un pasajero, dentro de un vagón en la estación de Moncloa.kike para

Mi primer trabajo fue de dependienta en un comercio que hay en la calle Orense. Cogía el metro en Puerta del Sur y me bajaba en Nuevos Ministerios. Desde mi hogar, tardaba unos cincuenta minutos. A mí me parecía que había triunfado, pero una compañera de Bilbao me echó un jarro de agua fría : “Si tuviera que invertir tanto tiempo en llegar, me cambiaría de casa o de empleo”. Eso me dijo, a mí, que sentía que estaba batiendo marcas de velocidad.

Quizá, yo lo comparaba con las torturas que habíamos padecido años atrás en la A5, antes de que llegara al Sur la línea 10 y nos hiciera “volar”. Quizá. Lo interesante de esto es que su comentario provocó que cayera en la cuenta de lo normalizado que tenemos en el extrarradio perder horas en el transporte público, para ir adonde está la faena que, salvo excepciones, es la capital.

El caso es que cuando parte de tu vida transcurre en un camino, conoces a quienes lo habitan y también sus usos y sus (malas) costumbres. Hoy recordaré algunas de ellas:

¿Qué parte no entendemos de “dejen salir antes de entrar”? Hay personas que ninguna. Suelen colocarse en posición de corredores de atletismo en el andén, en el punto exacto donde se abrirá la puerta. La llegada del vehículo es el pistoletazo de salida para comenzar a trotar raudos, con el objetivo de encontrar un asiento. No importa si para ello derriban a cincuenta pasajeros.

Se han sentado. ¿Basta con eso? No. Entre los escasos elegidos que lo consiguen, hay tres modalidades de viajero molesto. El primero es el que se abre de piernas provocando que quien va a su lado tenga que encogerse. Este acto de egoísmo, el manspreading, es tan habitual que la EMT tuvo que poner cartelitos con el fin de evitarlo.

También está quien ama tanto a su bolso o a su mochila que decide situarlos a su vera y no los quita, pese a los ojillos de cordero degollado de quienes no han logrado tomar asiento. Su truco para no claudicar es evitar el contacto visual. Siempre tendrán prioridad sus bártulos sobre la comodidad de los demás. ¡Claro que sí!

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Por último está el que silba y mira a otro lado cuando entra alguien mayor, con movilidad reducida o embarazada. Es cierto que en ocasiones vamos despistadas con el móvil, ahora bien… ¿siempre?

En la categoría “de pie”, hay dos ejemplos cansinos. Uno es el que se queda pegado a la puerta provocando tapón, cuando al fondo hay hueco. Su ansia por abandonar el vagón nos condena al resto. El otro es el que se apoya entero en la barra impidiendo que los demás podamos agarrarnos , aunque sea, con el meñique. Cada milímetro de ese metal está en contacto con el único cuerpo que parece merecerlo. ¡Gracias!

Hay más , sin embargo, quiero acabar con un final feliz: Madrid suele estar al frente en las estadísticas de tiempo de lectura. Seguro que parte de” la culpa” la tienen los momentos de libro abierto en el metro, el Cercanías o el autobús. Si hoy me leen desde ahí, un saludo.

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