¿Tienen los políticos derecho a decir la verdad?
Aunque la democracia no busque descubrir la verdad, no puede funcionar si en el ágora público se pretende engañar al ciudadano en las cuestiones fundamentales.
Hace unas semanas, tuvo lugar un hecho que pasó algo desapercibido. Un ciudadano acusó a Boris Johnson de mentir en la campaña del Brexit al decir que Gran Bretaña aportaba 350 millones de libras semanales a la Unión Europea. Lo particular de este caso es que esta vez la acusación fue ante un juez, que aceptó conocer el caso, lo cual no quiere decir mucho. De hecho, lo más probable es que todo quede en una anécdota desde el punto de vista legal.
Pero desde el punto de vista político revela tal vez algo sintomático: algunos ciudadanos ya no aceptan resignadamente el cinismo de algunos políticos y consideran que las mentiras que aquéllos vierten en la arena pública deberían ser jurídicamente sancionadas.
El abogado de Johnson, por su parte, declaró que la aceptación por parte del juez “representa un intento, por primera vez en la historia jurídica inglesa, de emplear el derecho penal para regular el contenido y la calidad del debate político. Y resulta auto-evidente que la función del derecho penal no es esa”. Más allá de la alegre aceptación implícita de que la calidad del debate político en Gran Bretaña —a la cual contribuyó de manera decisiva su cliente— es una soberana porquería, me parece meridiana su posición: el debate político es un espacio libre de las restricciones propias del derecho penal; los políticos tienen derecho a mentir. Aunque visto el nivel de cinismo de Johnson quizá la pregunta adecuada sería si los políticos tienen derecho a decir la verdad.
Sea como sea, ¿debería ser la mentira una parte tolerada y más o menos aceptable del juego político? ¿O es una forma de agresión y arbitrariedad que los poderes políticos infligen a los ciudadanos?
Es muy posible que quienes creen que los políticos tienen derecho a mentir crean también que otro poder —en algún momento se lo denominó “cuarto poder”— tiene derecho a demostrar que los políticos mienten. Así funcionaría el juego: los políticos mienten y los periodistas —y los políticos rivales— desacreditan esas mentiras. La discusión política sería un juego autónomo de pesos y contrapesos tendente hacia un equilibrio político razonable.
Hay que reconocer que, en su elegancia abstracta, es una teoría persuasiva.
La realidad, sin embargo, es siempre cualquier cosa menos elegante. En la campaña del Brexit, ese juego de pesos y contrapesos no pareció arrojar ningún equilibrio razonable. Aunque la democracia no busque descubrir la verdad, no puede funcionar si en el ágora público se pretende engañar al ciudadano en las cuestiones fundamentales. La mentira, en boca de los políticos, sería una forma de agresión y manipulación de los más poderosos hacia los ciudadanos más vulnerables y desprotegidos. Que la democracia no aspire a la verdad no quiere decir que la democracia sea posible en un mar de mentiras. Intentar tomar buenas y democráticas decisiones políticas con información falsa es actuar como el Barón de Münchhausen, que tiraba de su propio pelo para intentar sacarse a sí mismo del agujero en el que había caído.
¿Qué hacer, entonces, para que la democracia no termine reproduciendo el comportamiento del Barón de Münchhausen? ¿Deberíamos dejar en manos de los jueces determinar qué constituye una verdad o una mentira políticas? No es una perspectiva halagüeña, entre otras razones —aunque no sólo— porque los jueces ya padecen para determinar qué es una verdad jurídica como para que ahora, además, deban determinar, de entre la monstruosa cantidad de declaraciones que hacen los políticos, qué cuenta como verdad política.
Es cierto, por otro lado, que la Constitución garantiza el derecho a la información veraz. Pero lo que parece requerir el buen funcionamiento de la democracia es algo más que veracidad, pues hay muchas cosas que son veraces y a la vez mentiras. El Barón de Münchhausen necesita una ayuda externa para salir de su agujero; en el caso de la democracia, esa ayuda externa posiblemente se parece más a la información verdadera que a la información veraz. ¿Pero, repito, pueden y deben les jueces asumir la tarea de determinar qué cuenta como verdades políticas?
La alternativa es también descorazonadora: la autorregulación de los políticos. Si se optara definitivamente por este camino, quizás habría que hacer como en algunos salones parisinos en el siglo XVIII, en que nadie esperaba que nadie dijese la verdad y así nadie tenía tampoco ninguna razón para decir la verdad. Un panorama más bien desolador, abonado para el tribalismo y la desconfianza mutua. Un panorama idóneo para más brexits y más trumps.
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