Reflejos
Cada semana, una foto de Madrid
A contrapicado, el viaducto de Segovia despide una altivez distante, una aterradora anatomía de cemento y cálculo que aumenta en el atardecer. Un poder que le otorga capacidad de decisión acerca de la luz y la sombra, sobre los puntos exactos donde deben reflejarse o no los rayos de sol. Por eso no extraña su magnetismo de último reducto para los desesperados, en ese reino de línea recta encima de la cuesta empinada de la calle Segovia. El puente que traza de oeste a sur merece una dignidad de monumento que se impone en el diafragma de la Historia de España. Del Palacio Real al Madrid de los Austrias, este pasadizo resume avatares de dinastías, empeños colectivos y contribuye cotidianamente a servir los efectos prácticos del tráfico y los viandantes. Su estampa es hoy un imponente portalón de acceso a la ciudad. Su magnitud conjuga distintos relieves e itinerarios. Lo mismo vale para dar escenario a celebraciones, que para apuntalar proyectos de amantes y hogares de cartón a varios mendigos. Ha sido inmortalizado en el cine desde el detalle de sus entrañas a la majestuosidad que imprime a los planos generales. Debajo, uno no puede abstraerse a su paso sin dejar de prestarle atención en la obstinada pericia que permiten las vistas inclinadas. Desde arriba, las puestas de sol por occidente queman el rastro del paseo de Extremadura y los alrededores de la Casa de Campo. Refuerzan el significado de la palabra ocaso.
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