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Columna
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Torres

Cada semana, una fotografía de Madrid

RAUL CANCIO

El cielo amenaza con ganar la partida. La impresión congelada de la fotografía abruma. El manto de nubes en relieve forma un techo sólido que desmiente con su plasticidad los principios de la meteorología y la materia. Pereciera que en cualquier momento va a engullir la ciudad o a sepultarla bajo una capa de cemento. Es aire pasajero, es gas. Pero se asemeja a la cal, al estuco, al óleo de un lienzo en su contraste de grisáceos y azules. Debajo espera inquieta la urbe su tránsito hasta que descargue agua bendita o salga el sol, coqueteando con los reflejos, mecida a contraluz sin dejar de mostrarse tensa, expectante. Como prueba de su dignidad, en esa lucha severa que mantiene la huella de los hombres por perdurar en el tiempo frente al desgaste de los elementos, los edificios arguyen sus diferentes hazañas como símbolos de distintas épocas. Un campanario de rasgos herrerianos nos conecta con aquel Madrid que fue corte casi insular en sus herencias culturales desde el epicentro: sobrio y funcional en cuestiones de fe; acogedor, llano, locuaz, chulesco, superviviente y señero. Al fondo, tres rascacielos que en este caso cumplen a rajatabla su misión de tocar el techo. Alzados como las efigies verticales de otro siglo más que sumar a la cuenta centenaria de la capital. Símbolos de una época en que la arquitectura encargada por las grandes corporaciones trata de tú a tú con los vecinos del paraíso mientras se desentiende de quienes sufren la brecha de las desigualdades por el suelo. Al extremo quedan las torres que sirvieron de pórtico en Plaza de Castilla al final del XX. Los espejismos de mareas ingentes de dinero fácil apartadas ahora hacia el rincón insignificante de su memoria pasajera, con un rastro de condenas, prisiones, especulación, desfalcos. Vendrán más babeles de hormigón, metal y cristales para desafiar el espacio y el tiempo. Abajo todo seguirá más o menos igual. Un hormigueo de cuellos que ni se alzan para contemplar el envite del poder a las alturas. Esa fanfarronería que a quien debe buscarse a diario la vida, no le quita el sueño.

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