La catedral de las plantas
El Umbracle está cerrado buena parte del día, escondido en el concurrido parque de la Ciutadella. Oficialmente, el lugar se encuentra en desuso
Llego al trote. Mi reloj marca siete minutos de retraso. Me siento como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas,pero en lugar del reloj de bolsillo mi consulta compulsiva es a la pulsera deportiva que llevo en la muñeca y que maneja mi vida. “¿Eres Lluís?”, asalto al primer hombre que encuentro en la puerta, con pinta de esperar a alguien. “No, pero tú debes ser la periodista”, responde por él una mujer que tiene al lado. Es la responsable del recinto y también aguarda a Lluís. Todavía con el frenesí del retraso en el cuerpo, escarbo en la mochila, encuentro el móvil y marco el número de los fotógrafos. “Ellos también van tarde”, reprocho, para mis adentros. Pero no es así. Albert no falla nunca y hace ya 10 minutos que fotografía a los visitantes que pasean absortos, como si estuviesen solos, cobijados por las grandes hojas verdes, las palmeras y los árboles centenarios del Umbracle.
A los lejos, divisamos a Lluís Abad. Habla tranquilamente con un hombre que siega el césped de uno de los parterres del parque de la Ciutadella, que ahora, con el sol primaveral, se llena de jóvenes que exponen su piel inocente y blanca a los rayos del sol del Mediterráneo. Abad hace 34 años que trabaja en Parcs i Jardins. Es un pozo de sabiduría en calma. A primera vista, no diviso ninguna pulsera deportiva y maléfica en su muñeca que dirija su vida. Solo pisar la sombra del Umbracle, despliega su conocimiento del cobertizo para plantas de la Ciutadella, de Barcelona y de la jardinería en general. “Tiene una aire a catedral románica”, me dirá dos horas después, con la mirada clavada en el techo abovedado de madera.
La Ciutadella es uno de los parques públicos más visitados de Barcelona; su Umbracle es uno de sus jardines más desconocidos. La multitud de runners que pisan a diario el parque pasan por su lado seguramente sin intuir qué esconden esas dos grandes fachadas de ladrillo visto, con unos portones inmensos y un techo lobulado formado por listones de madera horizontales. “Parece casi un edificio religioso”, insiste Abad. La mayor parte del día está cerrado. El Ayuntamiento informa en su web que abre de lunes a viernes, de diez de la mañana a tres de la tarde. Pero a las dos, un trabajador echa la llave al paraíso, quizá para confundir al visitante y resguardarlo del canibalismo turístico.
La parte buena de que el Umbracle sea un gran desconocido es que se puede disfrutar casi en soledad. Dentro la temperatura desciende entre tres y cuatro grados en verano, me explica Abad, mientras recorremos lentamente el camino de arena flanqueado por sus 32 columnas y sus bancos de hierro fundido. La atmósfera es distinta, como si ya no estuviésemos en la Barcelona del móvil ni de las pulseras deportivas. Como si en cualquier momento fuese a aparecer el teniente coronel Percy Fawcett entre las palmeras, que viene de descubrir el nuevo mundo y ha tenido la idea maravillosa de cultivar un exuberante jardín tropical para enseñar qué hay más allá del océano.
Años atrás, albergó también una pequeña fuente, para que el sonido sutil del agua envolviese el ambiente y el trinar de los pájaros, que de repente parece que no paran de cantar. “Los jardines son cultura, a veces son ciencia y a veces también son arte”, resume Abad. Y en el caso del Umbracle, explican una Barcelona al albor de la Exposición Universal de 1888. Su construcción empezó en 1883 y, salvo un pequeño periodo en que se reconvirtió en una sala de conferencias, sigue reflejando “el momento genuino” de su nacimiento, ideado por el maestro de obras Josep Fontserè. Abad lo define como “un espacio de prestigio, de demostración, de conocimiento” que bebe “de la influencia por la moda hortícola inglesa, y se basa en el exotismo de la corriente colonialista”.
Sus plantas propias de bosques tropicales y subtropicales no son muy exigentes. Les basta un riego automático, un par de podas al año y vigilar el crecimiento de los árboles más grandes y viejos. En el paseo, Abad reconoce a las palmeras Livistona chinensis plantadas hace 41 años. Tres de ellas se trasladaron a los jardines de Mossèn Costa i Llobera porque se acercaban peligrosamente al techo. También divisa, al fondo, un acebo, una de las pocas especies autóctonas del Umbracle. Para los profanos: las plantas con bolas rojas y hojas puntiagudas verdes que decoran las casas en Navidad. Cautivados por la belleza y la intimidad del jardín, Abad acaricia una pequeña alfombra de plantas “que pasa desapercibida” o me señala la protuberancia que le ha brotado a una Alocasia odora, que en breve será flor.
A las dos y diez de la tarde, somos los únicos que quedamos en el Umbracle. El trabajador entorna sugerentemente las puertas de madera. Es hora de irse. No sé cómo ha pasado el tiempo, no he mirado ni una vez la pulsera que maneja mi vida. Abad tampoco, porque intuyo que no tiene… Expulsados de nuevo al bullicioso parque, pasamos por delante del Museo Martorell. Está cerrado. Dos pasos más allá, se encuentra el Hivernacle, que más que cerrado, se cae a pedazos. Unos niños inmigrantes se han instalado en el interior. Desde la reja, se les ve desperezarse en los colchones cochambrosos en los que se machacan cada noche la espalda y la vida. La web de patrimonio de la Generalitat dice que el Hivernacle está en “desuso”. Para mi sorpresa, dice lo mismo del Umbracle. “El Paraíso está todavía en la tierra pero los seres humanos ya no saben verlo”, dicen que dijo Jaköb Bohme.
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