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Philip Glass emociona en un Palau abarrotado

El público, totalmente puesto en pie, aclamó con vítores incluidos durante varios minutos al compositor de Baltimore

Philip Glass en el Palau de la Música.
Philip Glass en el Palau de la Música.Alejandro García

Ya de entrada que un concierto dedicado a las obras de piano de Philip Glass agote las entradas del Palau es una noticia altamente reconfortante. Hasta el órgano se llenó para escuchar un programa que no hace mucho todavía hubiéramos considerado difícil, incluso elitista o intelectual (ambos adjetivos utilizados en su variante más perversa).

Philip Glass no solo ya no asusta a nadie sino que ha conseguido imponer una sensibilidad muy especial en una parcela musical que muchos consideraban pura matemática. Un Palau abarrotado, totalmente puesto en pie, aclamando (vítores incluidos) durante varios minutos al compositor de Baltimore es prueba fehaciente de que su música ha alcanzado ya el Olimpo de los más grandes. Ovación final que, por cierto, podía haber durado bastante más pero fue abortada por el prematuro encendido de las luces de la sala (alguien tenía prisa por llegar a casa).

Ya antes de comenzar el concierto en el vestíbulo se vivía una agitada excitación. Incluso la aglomeración a la entrada hizo que el concierto se retrasara casi un cuarto de hora.

Abrió la velada el personal de la casa, el Orfeó Catalá interpretando un fragmento de Koyaanisqatsi en un arreglo de Albert Guinovart para coro y piano que cedía todo el protagonismo a las voces. El coro hizo un magnífico trabajo pero sin los instrumentos eléctricos y, sobre todo, las imágenes que acompañaban la versión original de la partitura pierde gran parte de su fuerza impactante.

Y apareció el maestro con su eterna apariencia de no querer molestar, destilando la sabiduría de sus 82 años bien llevados en una media sonrisa bonachona. Se sentó ligeramente alejado del teclado y comenzó la magia. Evidentemente, Glass no es el mejor intérprete de sus obras, él lo repite constantemente y esa noche a su Mad Rush le faltó nervio, pero resulta tremendamente conmovedor verle tocar el piano. La emoción en el Palau se podía cortar con una hoja de afeitar.

Tras él se alternaron Maki Namekawa y Anton Batagow. La pianista japonesa bordó hasta el límite del estremecimiento una versión de Mishima, sin duda el momento musicalmente álgido de la velada. Namekawa, coloristamente ataviada al estilo de su país, derrochó pasión y mostró una increíble capacidad para transitar de la intimidad más cercana a las impactantes oleadas de rabia y voluptuosidad que inundan la obra. Una maravilla.

Bagatow no se quedó técnicamente atrás, pero su excesiva frialdad ante el teclado le restó comunicabilidad.

Y cerró la velada nuevamente el maestro con una versión serena del final de Glassworks. Volvió a notarse la emoción del momento. Y gran ovación de despedida.

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