Me quiero bajar en Gran Vía
Me gustaría tener la posibilidad de poder subirme o bajarme en la estación un día de estos, y, sobre todo, que se suban y se bajen los que necesitan hacerlo sin más remedio
Esta columna se llama “Me bajo en Callao” porque no me puedo bajar en Gran Vía, que es donde debería bajarme. No importa. Siempre voy caminando a cualquier sitio que me pille en un radio de cuatro kilómetros. Si tengo que tomar el metro para ir a la estación de Chamartín o al aeropuerto, me voy hasta Tribunal y listo. A la estación de Atocha, andando, que es cuesta abajo y un paseo entretenido. Si llueve, salgo con paraguas. Si voy cargada o me duele un pie, sin problemas: hay siete u ocho líneas de bus en una dirección, otras siete u ocho en otra, y taxis. Muchos taxis. Solo busco taxis.
Ahora bien, me gustaría tener la posibilidad de poder subirme o bajarme en Gran Vía un día de estos, y, sobre todo, que se suban y se bajen los que necesitan hacerlo sin más remedio. Al menos querría saber si podrán hacerlo antes del cambio de década. La Comunidad de Madrid tampoco lo sabe. “No antes de fin de año”, dicen, pero lo mismo nos chupamos las siguientes Navidades y llegamos a 2020 con la calle de Montera manga por hombro y con el presupuesto disparado, porque se metieron en un follón mal calculado y del que todavía no han sabido salir.
Vale. Seguiré echando aguante al cierre de la estación y a las obras de Montera que nos lió Cifuentes. Hasta he disculpado al ciudadano expopular Garrido y a los colegas de sus dos partidos la nula comprensión que mostraron hacia nosotros, los vecinos. Ladraban contra el ensanche de las aceras de Gran Vía y achuchaban a las apocalípticas asociaciones que, cumpliendo directrices, auguraban la ruina de la zona con Madrid Central. Cosas de políticos ultraderechistas liberales descentrados, me decía. Ni siquiera poniendo zancadillas consiguieron que el centro colapsara. Mi madre tiene razón: el que desea el mal del vecino, el suyo le viene por el camino. Ella lo dice así, y eso ha ocurrido.
Los que deseaban ayer que Madrid Central fuera un desastre son hoy los responsables de que el metro de Gran Vía esté cerrado y la mitad de la calle Montera, colapsada. Desde hace nueve meses (y lo que nos queda) los vecinos seguimos rodeando con paciencia las feas vallas de Montera a diario, y los turistas se mueven apelotonados por los laterales de unas obras que ahora invaden la añorada y despejada plaza de la Red de San Luis.
Porque yo añoro esa plaza como añora los atascos una aspirante que nos divierte con sus ocurrencias en su carrera hacia la presidencia. Un día quiere que los embriones de tres semanas se puedan empadronar, al otro se cabrea porque a las tres de la mañana Madrid no está atascada, y cuando llega el 2 de mayo nos recuerda a los madrileños lo bonito que fue morir por el rey sin que nadie le aclarara previamente quién era Fernando VII. ¿Hay alguien al volante?
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