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Al final, las urnas

Lo único que se atisba y tiene sentido en el caso de Cataluña es la celebración de un referéndum de ratificación de una reforma estatutaria o constitucional

Lluís Bassets
Preparativos en un colegio electoral de Barcelona para las elecciones de domingo.
Preparativos en un colegio electoral de Barcelona para las elecciones de domingo.Massimiliano Minocri (EL PAÍS)

En democracia, las urnas están al principio y están también al final. Nada se puede hacer sin ellas. En realidad, las urnas están siempre. De ellas deben salir las instituciones representativas y en las urnas deben dirimirse las cuestiones que no han podido resolverse en otras instancias. Las urnas levantan los mapas de los consensos pero también sirven para ratificar o rechazar los consensos.

Que las urnas sean necesarias siempre no significa que las urnas vayan a resolverlo todo. Hay querellas que no se resuelven en las urnas como las hay que surgen precisamente de las urnas. De las urnas salen leyes e incluso constituciones, pero no todas las leyes ni todas las constituciones requieren el permanente uso de las urnas para elaborarlas y reformarlas.

En los grandes conflictos de las sociedades democráticas el final llegará siempre por las urnas. Serán las urnas de las elecciones para las cámaras representativas, que registrarán un cambio en la correlación de fuerzas con capacidad de resolución del conflicto, o serán las difíciles urnas de un referéndum de último recurso, que servirán para dirimir con el voto de los ciudadanos lo que no ha podido dirimirse antes en las instituciones y en el juego entre partidos.

Cuando el conflicto versa sobre el propio campo de juego y sobre las reglas de confrontación entre propuestas e ideas políticas, situar las urnas al comienzo no suele servir para resolver la dificultad sino para acrecentarla. El Brexit y la secesión catalana serán los casos que pasarán a la historia como modelos. En vez de discutir primero sobre el nuevo estatus que se desea para la comunidad política y de conseguir luego el pacto entre las partes con capacidad para acordarlo, para someterlo finalmente a referéndum, se ha empezado la casa por el tejado y se ha votado o querido votar un estatus final que nadie sabe ni cómo se consigue ni tan solo si es sostenible como tal.

En ambos casos pertenece a la sabiduría del avestruz pretender que no existe el problema. En Reino Unido había una fuerte tendencia de la opinión pública que consideraba indeseable la pertenencia a la Unión Europea como en Cataluña la hay que está empeñada en partir peras con España. Ante cuestiones de tal calibre caben dos actitudes probablemente extremas: la osada y aventurera de Cameron —y de Artur Mas— y la pacata e inmovilista de Rajoy. Ahora hemos visto que no vale ninguna de las dos y lo más curioso del caso es que ambos conocían el camino acertado y no quisieron recorrerlo. Era el del dialogo político, el pacto y al final la consulta. Sin límites, claro que sí, sobre todo de tiempo i de paciencia. Pero no sobre la independencia, concepto engañoso, ideológico, vacío, más bandera para atraer incautos que programa para mejorar las cosas; sino sobre el nuevo estatus de convivencia. Dentro de Europa y dentro de España.

Reino Unido, incluso si termina aprobando el plan acordado por May, seguirá perteneciendo a Europa: al menos en la defensa, probablemente en la unión aduanera, y seguro que en muchísimas cosas más, aunque habrá perdido por el camino más de lo que ha ganado. Cataluña gobernada por el independentismo ha conseguido acumular todos los fracasos sin ninguna de las ventajas: no tendrá la independencia, tendrá dificultades para mantener su actual y extraordinario nivel de autogobierno y de competencias, y ya ha pagado un durísimo precio con la fuga de empresas, con el desprestigio de su imagen y la de su capital en España y en Europa y con la combustión de una entera generación política en la pira de la frivolidad política. Sin ni siquiera llegar al referéndum de secesión ha obtenido ya el efecto que sufrió Québec con los dos suyos, en cuanto a pérdida de poder, de influencia y de prestigio.

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No, al final eso no termina con un referéndum de autodeterminación. Ni siquiera con una consulta binaria o con varias opciones. El punto de llegada no será una pregunta por la independencia de Cataluña, sea formulada al conjunto de los ciudadanos españoles, sea solo a una parte. Lo único que se atisba y tiene sentido es un referéndum de ratificación de una reforma estatutaria o constitucional. Puede haber, y seguro que habrá, unas elecciones en las que se dirimirán todas estas cuestiones. Puede incluso que sean ya las generales de hoy, sumadas a las locales y europeas del 26 de mayo. Al final y al principio siempre debe haber urnas, tal como desean los ciudadanos cada vez que se les pregunta, pero no serán las mismas urnas que desean los secesionistas o los aventuristas de la ruptura. Urnas para unir y para gobernar en vez de urnas para dividir y desgobernar.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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