La Cataluña eterna de Torra
El doliente y quejumbroso president no tiene nada que ofrecer, nada que pactar, nada que gobernar, sino la permanente exhibición de opresión y postración entre la adoración a los tristes lamentos del culto victimista
Hemos entrado en la fase nihilista. Es el territorio desconocido que ya anunciaba el clarividente Artur Mas cuando empezó todo. Nunca en la historia de las actuales generaciones se había conocido tal desorientación y falta de orden mental en la clase dirigente del catalanismo establecido. Como el perro del hortelano, ni gobierna ni deja gobernar. No se gobierna en Cataluña, ni interesa ya el autogobierno, ni se ha dejado gobernar en Madrid, como ha demostrado la irresponsable actitud ante los presupuestos. Con el riesgo adicional abierto por la incógnita de las elecciones anticipadas del 28 de abril, en los que ni uno solo de los resultados previsibles puede mejorar la posición de las fuerzas independentistas y del gobierno de la Generalitat.
Esta fase es de radicalidad extrema, aunque sin capacidad política alguna. Como una bomba que trabaja en el vacío. Solo produce desgaste y polarización. El peligro secesionista pasó, la fuerza del movimiento ha quedado estancada, pero su dinámica sigue erosionando la cohesión de la sociedad, cosa a la que contribuye notablemente la vista del juicio y la exhibición de las versiones contrapuestas de unos hechos vividos por muchos desde un solo canal de información uniforme.
Una vista judicial como la que estamos siguiendo puede tener efectos pedagógicos e incluso catárticos, y es de esperar que en algún momento los tendrá y sean benéficos, pero de momento está sirviendo para confirmar las convicciones de quienes ya están convencidos y para ofender y humillar todavía más a la gran cantidad de ofendidos y humillados que ha dejado a su paso la revolución de las sonrisas, convertida en una catástrofe moral y política. Es de temer que el punto crítico actual, con el desfile de los testigos, acreciente los malos sentimientos, el odio, el resentimiento o la sed de venganza, pasiones todas ellas profundamente nocivas, ante todo, para quienes se dejan llevar por ellas.
Nos encontramos en una fase de radicalidad extrema, aunque sin capacidad política alguna
Todo se fía, al final, a la sentencia del Supremo, especialmente si es dura, en la medida en que pueda alimentar de nuevo la espiral de victimización hasta acercarse, cosa bien improbable, a la figura de la secesión remedial o como último recurso, la única que sobre el papel podría suscitar alguna simpatía. Estas ideas consoladoras son útiles solo si sirven para aplazar decisiones irreversibles y para apaciguar los malos espíritus. Es altamente improbable que adquieran sentido en una nueva ventana de oportunidad para un ensayo secesionista, que la sociedad y el Gobierno no enfrentarían con la mezcla de ignorancia e indolencia exhibidas desde 2012 hasta bien entrado 2017 por la España dirigida por Rajoy.
Todavía queda un último y benéfico consuelo en el tan anunciado recurso al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, presentado quizás imprudentemente como baza vencedora segura que pondrá las cosas en su sitio y hará algún día justicia histórica. También este pensamiento reconfortante vive más de la firme convicción en la fuerza de las propias razones que de una ajustada percepción de la realidad, un pecado repetido una y otra vez por los dirigentes del movimiento y crédulamente aceptada por los fieles y conformistas independentistas. Nada está escrito y menos todavía cuando se observa la prudente y paciente conducción de la vista por parte del juez Marchena, al que difícilmente se le pillará en una falta de atención a las defensas y a los acusados. En realidad, gran parte de la depresión que ha acometido al campo independentista se debe a la deferente actitud de la presidencia con los acusados en la primera parte de la vista, cuando pudieron convertir el arranque del juicio en una eufórica exhibición de las ideas y las versiones independentistas de los hechos de setiembre y octubre.
Cataluña, después del fracaso de la secesión, ha pasado de la política de la inevitabilidad a la política de la eternidad, para utilizar unas acertadas expresiones de Timothy Snyder acerca de la Rusia de Putin, aplicables también a otros nacionalismos populistas, en su extraordinario ensayo El camino hacia la no libertad (Galaxia). En la primera fase del procés, en la que se concentró y sublimó la idea de un ascenso del nacionalismo hacia su plenitud, se guiaba por una traslación independentista de la dialéctica marxista de raíz hegeliana que debía conducir a la culminación de la historia con la construcción de la República catalana independiente.
Artur Mas e incluso Puigdemont representaban todavía la marcha hacia esta victoria inevitable, que solo se podía paliar o sustituir por una negociación victoriosa de la que surgiera una Cataluña al menos reforzada en su autogobierno o incluso asociada a España. El doliente y quejumbroso president Torra, en cambio, no tiene nada que ofrecer, nada que pactar, nada que gobernar, sino la permanente exhibición de una Cataluña eterna, oprimida y postrada, a la que hay que exaltar y adorar en los tristes lamentos del culto victimista en el que se ha instalado el secesionismo. El salto de la inevitabilidad a la eternidad también es el paso de la historia al mito, territorio en el que la realidad deja de existir y la verdad no tiene que ver con los hechos sino con los sentimientos y las percepciones subjetivas.
No será fácil tratar con la Cataluña eterna de Torra. Sobre todo porque nada alimenta mejor la política de la eternidad catalana que la política de la eternidad española en la que compiten con Rivera, Casado y Abascal.
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