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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Vivienda pública de por vida

Sería una buena cosa que Cataluña siguiera la política del País Vasco desde 2003 como medida contra la especulación y declarara permanente el carácter protegido de una vivienda de protección oficial

Una pancarta contra la especulación inmobiliaria en el barrio del Raval
Una pancarta contra la especulación inmobiliaria en el barrio del RavalCarles Ribas

La vivienda se ha convertido en la principal preocupación ciudadana de Barcelona. Y atacar este problema conlleva delicados equilibrios cruzados: por un lado, la urgencia del corto plazo frente a la necesidad de trazar una política de mirada larga; por el otro, la necesidad de garantizar oferta accesible sin disminuir la poca que existe, especialmente en régimen de alquiler, garantizando un mínimo de rentabilidad a los promotores y a los propietarios de pisos arrendados.

Ambos equilibrios se complican en esta etapa de incremento de una demanda que no es homogénea. Según el Síndic de Greuges de Barcelona, 36.000 unidades familiares se encuentran en lista de espera para poder acceder a un piso con un alquiler social. Esta realidad de emergencia habitacional coexiste con la atracción de la ciudad en tanto que polo generador de empleo y de turismo global, que genera una creciente población flotante de elevada capacidad adquisitiva. Todo ello sobre el trasfondo de un predominio total del sector privado (el parque público es de un 1,5%).

En este contexto, la construcción de vivienda protegida destinada a la compra se convierte en una gran boca que fagocita recursos públicos. Porque ya se construyó mucha en el pasado. En la primera mitad de los años 80 del siglo pasado, por ejemplo, el 60% de las viviendas iniciadas eran de protección oficial (VPO), según datos del Banco de España. Ahora sabemos que estamos en mínimos históricos, pero la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) de Barcelona maneja una cifra impactante: si toda la vivienda pública realizada en la ciudad en las últimas tres décadas no hubiera regresado al mercado libre, en la capital catalana un 40% del parque sería hoy público.

Este dato hiere más a la luz de la dimensión del actual problema. La demanda más abundante en Barcelona oscila entre los 600 y los 800 euros mensuales, y eso no casa con una oferta mayoritaria por encima de los 1.000 euros (siete de cada 10 pisos superan ese listón). Un hogar con ingresos equivalentes a 1,5 veces el salario mínimo, incluso tras la importante subida de este a 900 euros, supone tener que destinar más del 60% de los ingresos a pagar el alquiler.

El Ayuntamiento gobernado por Ada Colau ha lanzado muchas ideas y en muchas direcciones para atacar el problema de la vivienda. Ha vivido baños de realidad con la lenta y compleja maquinaria de la burocracia administrativa, con la menor localización de pisos vacíos en la ciudad (menos de la mitad respecto de las estimaciones iniciales, hasta 13.000), con los propios límites competenciales, con la actitud de la banca o con la conveniencia de dar cabida al sector privado en el impulso del operador metropolitano de vivienda de alquiler Habitatge Metròpolis Barcelona.

Pero sin duda, su medida estrella es la reserva forzosa de un 30% de las nuevas construcciones y grandes rehabilitaciones y ampliaciones en la ciudad, fruto de la presión de entidades como la PAH, el Sindicat de Llogaters, las organizaciones vecinales de la FAVB y el Observatorio DESC. Aunque no puede compararse el impacto que esta medida habría tenido durante el boom inmobiliario, los más de 300 pisos anuales que puede posibilitar no deben menospreciarse, porque, sobre todo, suponen un cambio de filosofía de calado.

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Pero de poco puede servir si no se garantiza que los pisos mantengan su función social a lo largo de toda su vida útil. En ninguna parte dice que este 30% de pisos deban ser de alquiler, aunque el consistorio tenga intención de adquirirlos. Así que, para aprender del pasado, sería una buena cosa que Cataluña siguiera la política del País Vasco desde 2003 como medida contra la especulación y declarara permanente el carácter protegido de una VPO. El Gobierno de la Generalitat ha cogido el guante de estudiarlo. Ayudaría a deshacer lo que a su vez deshizo la ley Ómnibus en 2011, tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria (facilitar la descalificación de VPO, rebajar la obligación de reservar suelo para esta o compatibilizar un segundo piso para quien tuviera uno protegido).

La gracia del modelo, sin embargo, sería su ampliación, como mínimo, a los municipios del área metropolitana, por cuestiones de alzas de precio y competencia. Pese a los recelos de algunos ayuntamientos metropolitanos, tienen difícil ponerse a la contra de una medida que corresponsabiliza al sector privado en la consecución de un modelo de vivienda equitativo.

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