Sin miedo
Me preguntaron si había pasado miedo haciendo un reportaje y cuando respondí que no, me contestaron que eso era porque soy de Alcorcón
La primera vez que grabé en un asentamiento con viviendas de realojo y autoconstruidas, al volver a la redacción, quisieron saber si había pasado miedo y ni siquiera entendí la pregunta. ¿Exactamente a qué debía temerle en un lugar en el que la gente se dedicaba a la venta de sanitarios, fruta y verdura? Cuando respondí que no, me contestaron que eso era porque soy de Alcorcón. Y yo pensé en la urbanización tranquila en la que residí y no me molesté en dar más explicaciones, debido a que, en cierto modo, tenían razón.
Es verdad que ser del extrarradio pero, fundamentalmente, ir a centros educativos públicos me ha permitido, por suerte, relacionarme con todo tipo de personas. No hacían falta grandes discursos, en el patio jugábamos y nos peleábamos con la normalidad de la infancia. Me acuerdo de Carlos (nombre ficticio), que nunca podía ir a excursiones y llevaba ropa aún más gastada que la del resto (eran los 80, la era de los parches) porque su padre estaba en paro y su madre tampoco trabajaba, como casi ninguna, por otro lado; de “Carla”, a quien la profe recomendó que hiciera FP puesto que, al ser sus padres divorciados (algo muy nuevo, entonces), según su criterio, el instituto le vendría grande. Ojalá se encuentre algún día con ella y pueda contarle que hace muchos años que acabó su carrera; yo era la única de ascendencia africana y, casi siempre fui Luci, pero si las cosas se ponían feas, también podía ser “conguito” o “negra de mierda”. Aún no se habían colado en el debate público términos sociológicos o académicos, aquello no era poesía ni moderno ni objeto de estudio. Era real y nuestras diferencias, a veces, se traducían en insultos o iban a más.
Sin embargo, ahí estábamos, conviviendo o, al menos, compartiendo espacios y sabiendo que existíamos. Luego, cada cual ordenó en su cabeza todo esto como supo, pudo o quiso. La anécdota inicial me sirve para pensar lo separados que estamos algunos periodistas de las calles, incluso de las que nos quedan más cerca. Seguimos hablando del mundo desde atalayas tan altas que no nos permiten ni verlo ni conocerlo y cuando lo pisamos, lo contamos cargados de prejuicios y con una distancia tan arrogante como poco profesional. Yo también lo he hecho y puede que vuelva a equivocarme. Es terrible que convirtamos en folclore las vidas o los hábitos de seres humanos, que llamemos reportajes de denuncia a lo que, a decir verdad, son ejercicios abyectos de pornomiseria, en los que derrochamos qué sin porqué, contribuyendo a engordar y dar lustre a estereotipos.
A mí, la falta de recursos, la pobreza o la exclusión no me da ningún miedo, lo que me provocan es rabia y voluntad de cambio. Considero que todos los relatos deben tener cabida en los medios, pero debemos plantearnos el cómo los trasladamos, revisarnos y también apostar por que las historias nos las narren sus protagonistas y, por supuesto, por escucharlas.
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