Y, de repente, Lío
La conexión humana-canina, seguro que muchos saben a qué me refiero.
Estoy pasando la mañana en El Retiro, en la zona canina (una de las pocas que hay en Madrid capital). Es domingo y llevo desde el miércoles pensando en este momento. A veces peco de celeridad, pero desde pequeña me pueden las ganas de que ocurran cosas emocionantes, y de ese modo atravieso mejor la semana, la cruzo con pasos gigantes hasta llegar al día esperado, pongo cruces en el calendario –miércoles, jueves, viernes, sábado– hasta que me encuentro en el lugar que quiero. No vayan a pensar que hoy ocurre nada extraordinario: lo de hoy solo le emociona a él. Y como yo lo sé, pues también me emociono. La conexión humana-canina, seguro que muchos saben a qué me refiero.
Mientras Viento vuela como una flecha por el parque, rebozándose en todos los charcos de barro que encuentra, yo me siento al sol en uno de los bancos y observo. Veo un perro minúsculo con un abrigo acolchado acompañado de una mujer de mediana edad que le apremia a que juegue con los demás. El pobre lo intenta, ladrido mediante, pero los más grandes apenan lo olisquean y se marchan rápido. Entonces la mujer comienza a correr por el parque para que su perrito lo siga y se entretenga con ella. Veo dos galgos con sus respectivos collares grandes diseñados para cubrir sus largos pescuezos. Supervivientes. Me imagino a su humano rescatándolos de un pasado de caza obligada, quizá de rechazo por ser demasiado mayores. Viento los persigue y ellos, como si tuvieran entrenado el movimiento, lo bloquean y se tiran juntos al suelo. En ese momento, mi amiga Berta escribe un mensaje al grupo: está preocupada porque se ha ido de viaje y Uma se comporta raro porque está triste. Todas intentamos restarle importancia, pero la entendemos. Levanto la mirada. Hay un señor haciéndole fotos a su perra, que no para de ladrar porque quiere que le tire la pelota de una vez. También hay una mujer gritándole "te quiero" a su perro. Parece que está sola en el parque, que nadie la mira con extrañeza. Y es verdad. Nadie la mira así porque todos hablamos a nuestros perros, todos conocemos sus miedos (a las bicicletas, a los machos sin esterilizar, a las personas con gorros o mochilas, a los niños) y los evitamos. Así los cuidamos y los protegemos.
Y, de repente, Lío entra en el parque, justo cuando nos íbamos a ir. Viento deja a la perra que le está gruñendo y se lanza hacia él. Yo lo miro y lo reconozco: es un perrito que conocimos hace unos meses en el parque de casa. Lo habían dejado tirado en la carretera y estaba en acogida, así que apoyé mucho la difusión de su caso. Al final, gracias a la protectora La Madrileña, encontró una familia maravillosa que le acompaña hoy en el parque. Han pasado seis meses y el reencuentro no puede ser más emocionante. Se huelen, se reconocen y empiezan a jugar como locos.
Dentro de poco llegarán las Navidades. Habrá familias que quieran por fin hacer ese hueco en el sofá a un animal y esperar con ansias, igual que yo, el fin de semana para darles a sus perros ese rato de libertad, juego e instinto. No voy a insistir: no abandonen. No voy a hacerlo: no compren. No voy a repetirlo: adopten. No hay más.
Vuelvo al banco y me siento. Decido regalarle a Viento un rato más en el parque.
Madrid me mata.
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