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MADRID ME MATA
Columna
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Su patio

Cuando se me olvidan los colores, salgo y ahí los tengo: blanco, verde, rosa, amarillo, rojo, morado

Elvira Sastre
Patios comunales en Carabanchel (Madrid).
Patios comunales en Carabanchel (Madrid).GETTY IMAGES

Hace un par de semanas os hablaba de los balcones de Madrid y os contaba que en mi casa ya no existe un balcón donde salir a coger aire ni una ventana al exterior por la que se pueda estirar el brazo y estar a punto de tocar las flores de los árboles. Ya no existe nada de eso, como tampoco existe una vecina que comparta su pan con las palomas y he de buscar la ternura en otros lugares. Ahora todo es mucho más silencioso, la luz entra con la amabilidad que permite la sombra y las vistas son hacia dentro, como si la vida o el azar me pidiera introspección.

En mi casa de ahora hay un patio amplio, con un muro de altura media que lo separa de los contiguos pero no impide el salto (lo cual más de una vez me ha facilitado no tener que llamar al cerrajero). En una de las paredes, cubierta por un techito, coloqué unos azulejos que rezan: Casa Tango, el perro de mi vida, porque por él me mudé de barrio, de balcón y de parque: quise darle tranquilidad los últimos días de su vida. Tranquilidad: creo que era nuestra palabra favorita. Ahora es Viento quien lo ocupa, quien salta sobre él como nunca saltó Tango, quien se queda quieto mirando a quién sabe dónde, quizá pensando en cómo sería el perro que me hizo enamorarme de todos los perros del mundo. Después me lame la nariz y la vida sigue, quizá un poco más triste, pero sin duda mucho más comprendida.

Poco a poco, y sin darme cuenta, esta casa que alquilé para dos se ha convertido en una casa de tres. Convivo con un rayito de luz que todo lo que desordena en las habitaciones lo coloca dentro de mí, así que no me puedo enfadar demasiado con ella porque es muy importante cuidar a quien nos cuida. Ella dice que la casa todavía no es suya, así que se ha adueñado del patio y lo enseña con orgullo a las visitas. Se arremanga y pasa los fines de semana libres trabajando en él, recortando tallos, limpiando la tierra, trasplantando flores de un sitio a otro mientras escucha alguna canción antigua, bajo los celos de un Viento que mordisquea las hojas porque no entiende que les haga más caso a las plantas que a él.

Hoy, el mismo patio grisáceo e industrial que alquilé hace más de un año se ha convertido en un puesto de plantas similar a los de El Rastro (a veces le digo que le faltan las etiquetas con los precios). Cuando se me olvidan los colores, salgo y ahí los tengo: blanco, verde, rosa, amarillo, rojo, morado. Ella cuida de mi peral y de mi olivo y protege su lavanda, la cala que le regaló mi abuela, dos jazmines que me alegran las tardes cuando llueve, geranios, dos girasoles que crecen contra todo pronóstico y una gardenia a la que canta porque se parece a su madre y es su favorita, entre muchos otros. Su cuidado por las plantas me recuerda a la ternura de aquella anciana que alimentaba a las palomas con constancia y sin esfuerzo.

Cuando quiero olvidarme del gris, solo tengo que preguntarle por su patio para recordar todos los colores. Cuando quiero salir a respirar, solo tengo que mirarle a los ojos para encontrar aire.

Madrid me mata.

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