A la mesa con Vázquez Montalbán
La Academia Catalana de Gastronomía y Nutrición reconoce al escritor gourmet
Se trataba de enjuagar (y paladear), para empezar, un vasito de pan con tomate (líquido, axioma), tapado con una rodancha de longaniza bien fresca. “Que nadie crea que el pa amb tomàquet esté faltado de tecnología”, escribió, preclaro, Manuel Vázquez Montalbán ya en 1977 en L’art de menjar a Catalunya, quizá el primero y de los más grandes de entre la veintena de títulos que el escritor y periodista dedicó a la gastronomía, pasión y cultura que, quizá por vez primera en la literatura española, él incorporó no como protagonista puntual sino como parte consuetudinaria de su narrativa. El buen cocinero y refinado detective gourmet Pepe Carvalho dejó constancia de ello, inexorablemente, en cada uno de sus casos.
Le hicieron caso. O sea, que no podía empezar mejor el acto de reconocimiento que la Academia Catalana de Gastronomía y Nutrición realizó ayer en Barcelona a la contribución culinaria de quien quizá más ha hecho para que la gente de a pie asocie, ni que sea inconscientemente, estómago con cerebro.
La combinación era imbatible: Vázquez Montalbán, Academia de Gastronomía (que ya ha reconocido en dos años a Néstor Luján e Ignasi Domènech) y Fútbol Club Barcelona, que acogió el acto en su Sala Roma del estadio (en honor a la Champions de 2009, que él, culé de pro, ya no pudo disfrutar). El hombre-puente, Carles Vilarrubí, ex directivo blaugrana y académico de cuchillo y tenedor. Asociación que repite la de los carteles que anunciaban los partidos del Barça que el niño Manolo veía en la puerta de su panadería en El Raval.
Quizá no se hubiera sentido excesivamente cómodo el homenajeado (tímido de manual, que escondía bajo una sequedad inversamente proporcional a su generosidad y humanidad) con 150 comensales porque este tipo de actos “se hacen más desde sus ideas que desde sus costumbres: difícilmente se le veía en grandes comidas, como tampoco en palcos”, añade uno de los comensales y asiduo en su trato, el periodista Ramon Besa. Pero Vázquez Montalbán, dueño de cerca de un millar de títulos sobre gastronomía, era “un mal vivant: demasiado inteligente y sociable para ser sólo un bon vivant”, le definió su amigo Eduardo Mendoza, con el que compartió decenas de comidas junto a otros escritores en Casa Leopoldo, pero que nunca le cocinó, como lamentó el autor de Sin noticias de Gurb, donde hizo que su extraterrestre transmutara en el propio Vázquez Montalbán cuando tenía hambre. Era obligado: “Para Manolo, el comer formaba parte de la cultura popular y así la convirtió, como hizo con la copla o el fútbol; en su opinión, la píldora anticonceptiva, la tarjeta de crédito y el placer de comer fueron los grandes momentos liberadores de la sociedad”, afirmó Mendoza en su glosa.
Sí, quizá hubiera estado un punto incómodo, hubiera sufrido un momento tipo Mis almuerzos con gente inquietante (1984), quizá por una presencia tan variopinta que oscilaba desde el expresidente Artur Mas a Joan Pere Viladecans, pasando por Raimon o la consejera de Presidencia de la Generalitat, Elsa Artadi. Pero no hubiera objetado nada tipo Contra los gourmets (1985) ante los platos y vinos que sirvieron y escanciaron, respectivamente, el cocinero Oriol Rovira (chef de Els Casals) y Joaquim Vila (Viniteca), brigadiers en el argot.
El primero, sabio, ofreció “lo que le habría puesto a la mesa si hubiera tenido una reserva a su nombre”. O sea, un canelón con crema de tófona, un arroz (plato sublimado desde la infancia por el escritor) de tardor (butifarra, tripa de bacalao y alcachofas), una cola de bou amb vi (“la penúltima carne seria es el bou o el toro; el resto, sabores domésticos y a la larga adocenados por la crianza”, escribió en L’art de menjar...”) en recuerdo de uno de sus platos preferidos de Casa Leopoldo y crema brulée (“La crema catalana es una de las columnas de la Catalunya dolça”). En vinos, no se dio trago sin sentido, gracias al buen leer de Vila: un Torelló Brut Nature Gran Reserva citado en Los pájaros de Bangkok), un blanco del Rhône elogiado en La soledad del mánager; un Remelluir de 2005 (en honor del de 1978 que se saboreaba en La rosa de Alejandría) y un Salanques del Priorat (“Los vinos más diferentes de toda Cataluña; inolvidables sus tintos”).
En las mesas (bautizadas con guiño: Galíndez, Milenio...) se hablaba, o bien de lo aparentemente influenciable que es el presidente culé Bartomeu o de la loca política catalana que la española hace buena. No, no fue un acto “espectacular y precioso”, como lo definió Artadi. No eran los adjetivos. Pero sí, en cambio, se alcanzó a tener la sensación de que igual uno podía haber estado, en forma y fondo, a la mesa con Vázquez Montalbán.
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