Hedores en el oasis catalán
Con demasiada frecuencia, los portavoces parlamentarios no hablan desde el atril para el resto de diputados, sino para que el mensaje se recoja, sobre todo, en Twitter y Facebook
Ustedes tienen un problema, y ese problema se llama 3%”. Sin pretenderlo, el presidente Pasqual Maragall abrió en febrero de 2005 con esta frase la puerta de una nueva cultura política de la que estos días en el Parlament hemos visto su cara más descarnada. El jefe de la oposición, Artur Mas, le respondió que “había perdido los papeles” y que era necesario entre PSC y CiU “un círculo de confianza, que no de amistad”. De otro modo, la legislatura se podía dar por liquidada. Maragall se retractó pero ya nada volvió a ser igual.
Parece que ha pasado una eternidad de ese momento que echó por tierra la metáfora del oasis catalán. Una definición de la política catalana que desde su uso inicial referido al deseo de buen gobierno planteado después de los Hechos de octubre de 1934 por el periodista Manuel Brunet —lean la biografía de Francesc Montero—, la reelaboró Antoni Rovira i Virgili como una especie de buen hacer parlamentario catalán frente a la lidia de las Cortes republicanas.
Con los años esta perspectiva se consolidó como mito —lo mismo que el “pactismo catalán” frente al comportamiento castellano en el Congreso—. El “no nos haremos daño” entre las élites políticas o la cortesía parlamentaria se contraponía, favorecida por una interrelación familiar que los periodistas Pere Cullell y Andreu Farràs mostraron en un libro homónimo, con expresiones como la de “tahúr del Misisipí” que Alfonso Guerra dedicaba a Adolfo Suárez.
En el imaginario catalanista pervive la concepción de que el combate dialéctico desaforado se ha importado de fuera de Cataluña. Es por ello que desde estas filas se señala a Ciudadanos —pese a ser una formación autóctona— como introductor de este estilo en el Parlamento y se asume que ha llevado la “españolización” de la política a la cámara catalana. Saber con exactitud el papel de los de Arrimadas y sobre todo el de su comunicación, sin apriorismos, en la transformación del lenguaje y relación dialéctica entre grupos políticos requeriría una investigación académica.
Es evidente, sin embargo, que el verbalismo contundente, despectivo, es hoy tendencia, al menos en el ámbito comunicativo occidental. Empeñados en el complejo momento político, a menudo olvidamos que el procés y el debate encendido en el Parlament no son sino una particularidad de tendencias y corrientes más generales. A nadie escapa que las redes sociales son factor central de éstas.
Los portavoces parlamentarios, cuando hablan desde el atril, con demasiada frecuencia no lo hacen para el resto de diputados sino para que el mensaje se recoja, sobre todo, en Twitter y Facebook y llegue a un público cada vez menos interesado por el análisis reposado del papel y más en el consumo rápido del móvil, que en vez de generar dudas y reflexión no hace sino consolidar la posición propia.
Hacer esto requiere mensajes simples y directos y conlleva la pérdida de la gama de grises que es, precisamente, la esencia de la política parlamentaria. Y esto, de manera indefectible, acarrea un planteamiento frentista en el que todo vale para obtener más eco mediático. Una intervención de matiz, compleja, no resulta golosa para los media. De ahí que en el fast food y el self-service comunicativo las voces que se esfuerzan en esta dirección sean más ausentes. Esto implica riesgos de los que no es seguro que seamos conscientes.
Este año Benjamin Carter Hett ha publicado un libro interesantísimo que trata de resolver la eterna cuestión de cómo fue posible el ascenso de Hitler al poder. The Death of Democracy. Hitler's Rise to Power and the Downfall of the Weimar Republic habla de los años treinta, pero con voluntad manifiesta de incidir en el presente. El profesor de Historia de la City University de Nueva York concluye que para evitar que la democracia se esfume ante nosotros, como en la Alemania de los treinta, es primordial no romper las reglas que mantienen el sistema democrático porque llegará un momento en que será imprescindible un marco referencial al que anclarse. El relativismo y la degradación de este sistema son peligrosos.
Otra conclusión de Carter Hett, relacionada con la dialéctica parlamentaria, advierte de no tener la voluntad de destruir al oponente político que cree y respeta las reglas democráticas. Sobre todo porque este adversario, al que no debe convertirse en enemigo, será crucial para parar a aquellas fuerzas dispuestas a erosionar la democracia para beneficiarse de ello.
Incluso en los últimos treinta años es probable que la metáfora del oasis catalán no haya pasado nunca de descripción imperfecta de la realidad. Sin embargo, si nuestros representantes electos no toman pronto conciencia de dónde nos conducen con su actitud y ejemplo es seguro que acabaremos convirtiendo el oasis en un estercolero. Y ya sabemos lo que ocurre cuando la materia orgánica fermenta.
Joan Esculies es escritor e historiador
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