La pureza
Cataluña no necesita ni comités de defensa ni listas de buenas empresas ni medios públicos que deciden quien es, o no, humano
Llegan las Navidades. Las octavas de este proceso inacabable en el que cada puente que se tiende explota al día siguiente. Por más que se haya intentado vender en casa y en el extranjero, ya solo los muy ingenuos, los mentirosos o los creyentes ultraortodoxos piensan que la base social del independentismo, a corto plazo, vaya a aumentar. Seguimos igual: empatados (2-2). Dos millones de votos independentistas, dos de constitucionalistas. Quizás por eso, para que no decaiga, lo que está en alza es el nivel de pureza ideológica exigido para ser un patriota, un demócrata, hasta un ser humano.
La llamada Asamblea Nacional Catalana (ANC) ha iniciado su campaña navideña; consiste en confeccionar una lista, con su web y todo, de buenos catalanes. Esta vez es para empresas. A ella se deben apuntar las compañías afines y, así, “debilitar a las empresas del IBEX y fomentar un consumo responsable con la República”. Palabras textuales. Dan ganas de llorar o de pedir un poco de respeto por el sentido común del pueblo, independentista o no. Resulta que el 80% de las ventas catalanas se producen en el exterior – 40% en el resto de comunidades autónomas españolas y 40% en la UE-. Para ser más exactos, Cataluña comercia más con Aragón que con Francia o Alemania.
Lo más probable, y la ANC lo sabe, es que cualquier empresa que venda fuera se guarde mucho de registrarse en la listita. De hecho, esta campaña no pasará de tener un resultado similar a una anterior, la que promovía sacar dinero de las cajas y bancos que trasladaron su sede fuera de Cataluña. No pasó de un gesto simbólico, de un autogol del que ex convergentes ilustres del actual PDeCat, como Artur Mas, se apartaron como de la peste. Con su dinero, dijo,“cada cual hace lo que quiere”.
Estamos en un crescendo que no va a ninguna parte, aunque alimenta a los ultras de la derecha, de la izquierda y del supremacismo
Son pocos los puros de corazón, pues entre los distintos tipos de soberanistas están los militantes de verdad, aquellos que sueñan con un estado republicano; los clientelistas, que en Cataluña —y también en otros lugares— viven de arrimarse al poder (sueldos públicos, subvenciones, contratos, tertulias en medios públicos…), y luego los apóstoles inmaculados, que se sienten con el derecho de decir a todos los demás si son o no catalanes respetables.
El sello de independentista conlleva de facto el diploma de “demócrata”. Los más ortodoxos nos aseguran, no solo en las redes sino en el mismo Parlament, que cualquier constitucionalista contrario o escéptico ante la imaginada república es un fascista. Si no exiges la inmediata liberación de los “presos políticos” (prohibido decir que son políticos presos) o no los vas a visitar eres “inhumano”. Hace unos días, se lo soltaron, primero en la Cámara y luego en TV3, a la líder del partido más votado de Cataluña, Inés Arrimadas. Mientras, el tiempo va desvelando la desunión del independentismo y la falta de proyectos de un gobierno catalán con dos cabezas, dos ciudades y dos partidos (PdCat y la Crida). Ante esta tozuda realidad, la crítica a la monarquía se ha convertido en el mantra que tapa todos los errores.
Estamos en un crescendo que no va a ninguna parte, aunque alimenta a los ultras de la derecha, de la izquierda y del supremacismo. Cuando, en un país europeo con altos índices de seguridad grupos de ciudadanos crean Comités de Defensa de la República (CDR) al margen del legal cuerpo policial —Mossos d’Esquadra—, algo va muy mal. Si los dirigentes de la Generalitat les alientan a salir a la calle a pelear, podemos empezar a preocuparnos.
Lamentablemente, olvidamos que en la democracia parlamentaria —sea republicana o monárquica— se admite la opinión, la disensión y hasta el cambio de voto; hoy a unos, mañana, si no lo hacen bien, a otros. Podemos disentir incluso de los nuestros; nadie es tan puro o tan tonto, aunque se empeñe en fingirlo, como para no tener contradicciones o comulgar con todos los puntos de un programa político. Aceptar desde la izquierda que la derecha es democrática, y al revés, es fundamental para dialogar.
Cataluña no necesita ni comités de defensa ni listas de buenas empresas ni medios públicos que deciden quien es, o no, humano. Tanta pureza interesada no aumenta la base social del independentismo, empeora la convivencia. Los políticos deberían dejar de azuzar el odio para conseguir un puñado de votos. Pues saldrán muy caros, a ellos y a los ciudadanos. Solo conseguirán dar de comer a la gran amenaza de este siglo, el populismo nacionalista.
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