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El mar de la Costa Marrón

Con los primeros vientos fríos, salen en tromba. Ellas, brillantes y policromadas, con pantalones o mallas. Ellos sacan el chándal de táctel que jamás enterraron

Cada año igual. Con los primeros vientos fríos, salen en tromba. En verano, prefirieron las tardes largas y templadas, cambiaron el ritmo y se colaron las vacaciones, ya lejanas. Pero en otoño las mañanas son las reinas, porque el sol, aunque se muestre tímido, abraza.

Lago del parque Polvoranca, en Leganés.
Lago del parque Polvoranca, en Leganés.L.M.

Ellas lucen brillantes y policromadas, con pantalones o mallas y sudaderas de algodón. Ellos, que son menos, sacan el chándal de táctel que jamás enterraron y que, por caprichos de la moda, ahora se lleva. Ahí reside la grandeza de un material impermeable, reflectante, antitranspirante (o no) y que parece ser de todo salvo ignífugo (al menos los míos, los de antes).

Ahora sí, a andar...

El parque Polvoranca, situado en Leganés y cuyo lago es el mar de la Costa Marrón (a excepción de Móstoles, que tiene el Soto, y de Getafe, algo distante), es la meta de un viaje que parte desde el Sur urbano para llegar a un Sur verde y feraz, con gansos de mi estatura, carpas que me superan en tamaño y hasta faisanes. Entremedias, kilómetros, conversaciones inconclusas eternas y anécdotas viejas que se cuentan y se escuchan mil veces con la misma emoción que si fueran nuevas y con caminos que hacen que, de inmediato, los paseantes olviden que acaban de abandonar colmenas para hospedar a humanos, polígonos industriales o enjambres de carros.

En el interior del parque hay vegetación, pero también algunos fijos que van a pescar, haciendo captura, suelta y luego, almuerzo de mediodía con los compañeros de las localidades limítrofes (Alcorcón y Fuenlabrada). O que cultivan sus pedacitos de tierra, echan el día y se llevan a casa producto fresco, bueno y propio. También hay curiosidades y detrás, personas que las sostienen, como Antonio Arance, un colombicultor que cría y entrena para competir a palomos deportivos desde que son pichones de solo dos o tres meses.

No he contado sin embargo que, en realidad, el parque es artificial y que se empezó a construir en 1986. Lo que estuvo ahí siempre, o casi, fue un pueblo de fundación incierta medieval, que en el siglo XVI se convirtió en mayorazgo y en el XIX se quedó despoblado. De su existencia ya no quedan más que el nombre y las ruinas de la Iglesia barroca de San Pedro, que es de 1655. Y millones de leyendas que explican su abandono, en las que la peste y un paludismo motivado por el hecho de estar situado entre dos masas acuáticas —el arroyo de Recomba y el de Cantochado—, parecen plausibles. Por desgracia, cada vez, está más distanciado de lo que algún día fue. Puede que en un futuro no tan lejano se apague hasta su recuerdo. Ojalá, no.

Entre tanto, caminata arriba, caminata abajo, sigue vivo el secreto de la salud de hierro y del colesterol cero de, sobre todo, jubiladas y jubilados que cuentan con un fondo físico que no he tenido yo ni en mis mejores años. Palabra.

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