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“Vi en casa lo peor de mi carrera como anestesista”

El doctor Raúl González, del hospital de Sant Pau, recuerda cómo afrontó el centro las primeras horas después del atentado

El doctor Raul González, en el antiguo hospital de Sant Pau.Vídeo: G. Battista
Àngels Piñol

“La Rambla no me gusta: no me apasiona y la suelo evitar. Hacía mogollón de años que no iba. Vivo en el Paral·lel y prefiero pasar por La Rambla del Raval. Pero ese día, la mañana de después de los atentados, cuando acabé la guardia de 24 horas en el hospital de Sant Pau, cogí la línea amarilla y bajé en el Passeig de Gràcia. Quise ir caminando. Necesitaba pasar por La Rambla. Barcelona no se merecía esto. Me daba mucha pereza lo de vivir con miedo. Y quise pasar página. No quería que ocurriera lo de Francia. En mi piso estaban una pareja de amigos franceses que habían venido a pasar unos días. Estaban asustados. No les pasó nada pero no es agradable vivir algo así y menos en una ciudad que no es la tuya. Nos abrazamos y lloramos.

Una profesión médica al límite

Raúl González (Barcelona, 1978) quería de niño ser pediatra pero acabó siendo anestesista, una especialidad, dice, tan bonita como desconocida. “La gente cree que ponemos una inyección y nos vamos. Inducimos el coma y luego reanimamos. Nos obliga a trabajar con la vida y la muerte”, cuenta. Fue elegido para estar en el equipo que saludó al Rey cuando fue al centro. Se dieron mutuamente las gracias. 23 víctimas fueron atendidas en el Sant Pau.

Soy anestesista y en 2013, en plena crisis económica, con la gente con el mal humor por los recortes, me fui a hacer cooperación con ONGs. Siempre había querido hacerla: la tenía en mi lista de tareas vital. He trabajado en Chad, Camerún, Sudán y la última etapa en la Guayana francesa, en la selva amazónica. He tratado los mosquitos, el dengue y lo que quieras. En enero de 2017, tuve ganas de volver. Estaba cansado de dar vueltas por el mundo. Anímicamente era importante. En esos países he trabajado muy solo, en situaciones muy complicadas para un anestesista, como una cesárea. Van dos vidas en juego y la afrontas sin medios. Pero te juro que hasta que no vi eso... ¡Buff!, por la noche, llamé a mi madre, que siempre me reprocha que, sí, sí, como todas las madres, que por qué me tengo que ir tan lejos, y le dije: ‘¡Mama, he visto en mi casa lo peor de mi carrera como anestesista. No hace falta que me vaya a ningún sitio’.

El contexto cuenta mucho: estos son mis vecinos y esta es mi ciudad. Que te pase en casa, que tengas que vivir una situación tan dramática, tan intensa... Me tocó mucho. Yo aquel día estaba de guardia en la UCI y a un compañero le llegó un WhatsApp de que había pasado algo en La Rambla. Después nos llamaron de urgencias, que había habido un atentado o un atropello y que estaban llegando muchos pacientes. Mi compañero me pidió que por mi background fuera para allá. Un gran jaleo. Gritos, las miradas de los compañeros, el miedo, la gente flipando, el desconcierto, muchos nervios. Y extranjeros, con la familia desperdigada, sin entender nada.

“He trabajado en ONGs pero lo que viví marca un antes y un después”

Había muchos traumas y me tocó ir a reanimación con un paciente. No lo superó. Esta es la gran pregunta que todo el mundo nos hace. A mí se me han muerto pocos. No te repones nunca. Guardo mucha memoria de todos ellos. Ahora, como entonces, es verano y, más que las imágenes, guardo las sensaciones. Las tengo muy presentes. Los pacientes llegan limpios al quirófano, en pijama, y aquel día estaban sucios, con cristalitos, con polvo, con la ropa rota de haber sido arrastrados. Estaban sufriendo y eso duele. Operamos a una chica francesa. Fue bien. El padre tenía la pierna rota. La abuela, que solo hablaba francés, estaba desesperada.

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El hospital funcionó como una máquina. Médicos y enfermeras que estaban de vacaciones se incorporaron. Levantabas la cara y veías a alguien conocido. Por la noche, el paciente que tenía que estar ingresado, estaba ingresado; el que tenía que estar operado, estaba operado. A las 22.00 estaba todo tranquilo. Cuando fui a cenar había más gente de lo normal. La sensación era de funeral. Vi entonces las primeras imágenes por la tele. La piel de gallina. Asumir que nos ha tocado. Fue cuando llamé a mi madre.

“La mañana después del atentado fui a La Rambla; no quería vivir con miedo”

Lo que pasó me marcó: hay un antes y un después. Aún me emociono y lo vivo. No me gusta Europa: es muy vieja, insolidaria e inhumana. Cuando volví, se me caía la cara de vergüenza con los refugiados. O con las bombas en Siria. Pero me reconcilié un poco con mi entorno: vi que mi ciudad es humana y eso me gustó. El problema es de fondo: Norte-Sur, Europa y el Islam. En la manifestación me emocioné: me sentí orgulloso de que mis conciudadanos expresaran que no quieren vivir con miedo. ¿A La Rambla? No he vuelto. Solo a ver a un amigo. No quiero darle trascendencia: pasó allí como en cualquier otro sitio. Me gusta saber que La Rambla sigue siendo La Rambla. A ese lugar al que nunca voy”.

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