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Música en la guardería del bosquecillo del Vida Festival

Bucolismo al ritmo de Iron & Wine, Albert Pla y El Petit de Cal Eril

Albert Pla, en el escenario del Vida Festival.
Albert Pla, en el escenario del Vida Festival.NEREA COLL

Un padre sujetaba a su hijo, que a sus apenas dos años encontraba fascinante estar a horcajadas en la rama de un árbol. Alrededor de ambos una cámara grababa la imagen, que es probable que forme parte de la promoción del próximo Vida Festival. Era media tarde, el sol ya no caía a plomo y por el bosquecillo del festival, idóneo para fábulas y para jugar al escondite, correteaban más niños de los que había en el concierto de Katy Perry, y además eran más pequeños, apenas dos años el mayor. En aquel contexto el hilo conductor, amén de la cara de satisfacción de sus progenitores, veteranos de festivales que han encontrado el idóneo para comenzar a transmitir su pasión a su progenie, era la música, a aquella hora también de duendecillos. No en vano Iron & Wine, El Petit de Cal Eril, Bart Davenport y Albert Pla fueron los reyes del arranque de la jornada central del festival de Vilanova i La Geltrú.

Y suerte que la chavalería no entiende el lenguaje adulto, pues Albert Pla comenzó aventando que había intimado físicamente —bueno, así no lo dijo— en un avión con Antònia Font. Vestido con harapos, Pla fue el duendecillo ácrata de la tarde noche, repartiendo mamporros a la realeza y a todas aquello que se mueve. Para compensar su acidez cantó sobre una barca varada en el bosque, imagen francamente poética. Y, comodidades que un urbanita agradece, en aquel bosque no había que esquivar deposiciones de paloma, solo algunas ingenuas hormigas correteaban por los tobillos.

Un poco más tarde Iron & Wine, o sea Sean Beam, inauguró el escenario principal con un concierto francamente precioso en marcado tono acústico. Pese a que no actuó en el bosquecillo, su escenario, con vistas a la masía que domina el terreno, estaba en un lugar idóneo para que su música de raíces folk se mimetizase con el ambiente incluso más que la luenga barba de Beam.

Aún antes Joan Pons, El Petit de Cal Eril, había estado siguiendo el concierto de Bart Davenport, que tocado con un gorro muy Pere Tapias abrió con una versión de The Church. Pons lucía una llamativa camisa floreada y una gorra verde muy cantona que, cosa curiosa, cambió por una camiseta más anodina cuando subió al escenario. De público y padre, estaba con quien parecía su hijo, o hija, que vaya usted a saber en estos tiempos, a artista sobre otra escenario poco más tarde, una situación muy típica de este festival en el que al menos en las primeras horas los extranjeros se contaban con los dedos de la mano de un carpintero mellado. Y tampoco había colas en los lavabos, donde se encontraba papel, y en el bosquecillo había como decoración unos astronautas colgados como paracaidistas pendiendo de la copa de un árbol en una escena asaz perturbadora, y las pulseras de acceso eran monísimas y todo parece tan pensado que había una zona de videojuegos para los niños algo mayores a los que no cuelas un concierto así como así. Un festival la mar de burgués que ha limitado su acceso a 10.000 personas para que haya papel en los lavabos.

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