Aferrado al carril central
El cantautor gallego se explaya durante 150 minutos en una noche cómplice y simpática, pero reiterativa
Después de cuatro llenazos consecutivos en salas grandes (dos Lope de Vega, dos Price), Andrés Suárez regresaba este miércoles a la desnudez y las distancias cortas, a ese cuerpo a cuerpo en el que no hay más parapeto que la caja de la guitarra ni manera humana de eludir esas miradas que apuntan como misiles a solo unos pocos centímetros. “Hoy es una vuelta a casa, y jamás di un concierto en que el público pasara de la segunda mesa”, se sinceraba el gallego en una Galileo Galilei en la que esta vez ya no cabía ni un alma ni un suspiro más: 400 entradas que volaron en 25 minutos en una de esas plataformas de conciertos por petición popular. Esto es, con todas las letras, capacidad de convocatoria.
Ese mano a mano con la concurrencia propicia el discurso cómplice, y Suárez, con tantas horas de vuelo, se maneja bien en el arte de la seducción oral. “Sabía tan poco de Madrid que en el metro, para hacer transbordo, salía a la calle y volvía a entrar”, relató en una confesión deliciosa, de hombre que ha de apañárselas, como todos, con sus torpezas y debilidades. La pega es que, en su faceta de autor, tampoco se despegue de esa medianía y le quede un trecho en el camino de la excelencia. Porque las canciones se confundían y resultaban a veces intercambiables, las frases se suceden con agrado pero sin pellizco y la voz, aun bien timbrada, no consigue dejar un poso definitivo.
“Duele más un ‘desamigo’ que un desamor”, anota el ferrolano en una de sus piezas de nuevo cuño, las del álbum ‘Desde una ventana’, pero pervive aún cierta obsesión temática por la congoja y el quebranto sentimental. No solo como pérdida sino desde un despecho casi vengativo: ‘No saben de ti’ o ‘Te di vida y media’, por ejemplo, son odas al no-sabes-lo-que-te-pierdes.
Andrés pasa del susurro al hipo o al grito desgarrado, no siempre con demasiada continuidad, pero al menos apunta alto en las referencias y se mira en los espejos de Glen Hansard o Damien Rice. Aunque a veces la cosa se quede en Pablo Milanés. Lo resumió el propio Suárez con una sorna no exenta de veracidad: “Estoy bien a nivel cantautor. O sea, estoy mal”.
Quedaba el encanto de la interacción, el coqueteo durante casi dos horas y media con un público extraordinario, esa primera estrofa de ‘Vuelve’ coreada por los espectadores mientras el oficiante se sonríe, el final a voz en cuello entre las mesas, las risas con y a costa del ubicuo violinista Marino Saiz.
Andrés resulta encantador, por aquello de los puentes tendidos: la invitación a Abel Pintos en ‘Walt Disney’, el popurrí de homenaje a Extremoduro; el estreno de la inédita ‘Todavía puedo oírte’, arrebato de rabia en torno a un amigo al que se lo llevó la ‘fariña’. La confesión insólita: “No voy a llorar porque luego lo subís a YouTube”. Falta, dolorosamente, eso que podríamos llamar el factor sorpresa. Con alguna prudente excepción (‘Ahí va la niña’, ‘El corazón me arde’, el final deconstruido con los ‘loops’ de ‘Perdón por los bailes’), no hay ocasiones para dejar de aferrarse al carril central. Para levantar la vista, sentir cosquillas y exclamar, con gesto goloso: esa canción me la quedo. Las de Andrés Suárez podrán granjearse la simpatía, pero acostumbran a sortear el flechazo.
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