Norah Jones le roba el corazón a un Liceo abarrotado
En el concierto, que supo a poco, la cantante encandiló con sus tristes historias de corazones rotos
En 2002 el disco Come away with me sorprendió por su cercanía, su inocente sensualidad y una sinceridad a prueba de bombas. Norah Jones le robó el corazón a medio mundo, se llevó a casa seis premios Grammy y ha vendido ya más de 27 millones de ejemplares de ese disco en una época en la que dicen que no se venden discos. Dieciséis años después Norah Jones ya no tiene que presentarse como la hija de Ravi Shankar y tampoco sorprende a nadie pero esa cercanía, esa sensualidad y esa sinceridad siguen cautivando al personal.
Así sucedió en la noche del jueves en un Liceo abarrotado y sumisamente entregado al glamour escénico de Norah Jones. Aunque en su caso sería más exacto hablar de ausencia de glamour escénico ya que esa es una de las grandes virtudes de esta neoyorquina menuda y aparentemente tímida que evita, mientras canta, cruzar su mirada con la del público, apenas habla en el escenario (las gracias de rigor y la ya tópica increpación a un fotógrafo de prensa), y reacciona espontáneamente tanto a las argucias musicales de sus dos acompañantes como ante los suaves puntos luminosos de los palco de local que también a ella le parecieron sonreír; hace un par de años Noa también se sorprendió agradablemente ante esas sonrisas repartidas por todo el Liceo.
En el local de las Rambles se había congregado una multitud de hipsters de mediana edad que, antes del concierto, no pararon de fotografiarse en las escalinatas de la sala de los espejos o ante alguna de las figuras, y que después reaccionaron efusivamente ante cada inicio de las antiguas y conocidas canciones. Sobre un escenario totalmente negro sin ningún atrezo, salvo cuatro luces indirectas, ataviada con un sencillo vestido rojo y la mirada perdida Norah Jones atacó para abrir boca el Cool Cool Heart del gran Hank Williams y todo pareció cambiar a su alrededor y al nuestro. El enorme Liceo se convirtió en un pequeño e íntimo club en el que las distancias no existían y en el que Jones le cantaba a cada uno en particular como si estuvieran solos, aunque no le mirara a la cara.
Norah Jones explica historias tristes con una cierta melancolía pero las explica sin miedo, con absoluta naturalidad y los requiebros de su voz rompen corazones. Y más en esta nueva visita en la que la neoyorquina ha reducido todo al mínimo. Su piano nunca excesivo ni buscando protagonismo y un par de músicos de corte jazzístico arropando su voz y su forma de decir que siguen siendo sus virtudes esenciales, nos siguen robando el corazón. En muchos casos hasta podría prescindir de cualquier acompañamiento y el resultado sería igual de convincente o incluso más.
Jones podía sin problemas apartar las manos del teclado porque tenía las espaldas muy bien cubiertas por el ritmo del siempre sorprendente Brian Blade, uno de los mejores bateristas de la actualidad, auténtico todoterreno que igual desborda con Joni Mitchel que con Wayne Shorter (por citar solo dos extremos) y que esa noche estuvo apabullante sin romper nunca la jerarquía y molestar a la cantante.
A lo largo de unos escasos 90 minutos Jones recorrió su trabajo de estos tres lustros, versionó a J.J. Cale y a Neil Young como si en realidad fuesen canciones suyas (nadie diría que no las había escrito ella), fue hasta el inicio de su carrera para emocionar con un Nightingale arrebatador y acabó también en aquel memorable primer disco con sus dos bises: I’ve got to see you again y, por supuesto, Don’t know why.
Un concierto que supo a poco. Norah Jones reducida a su mínima expresión podría haber estado toda la noche explicándonos sus tristes historias de pequeños corazones rotos.
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