La noche que retó a Ibiza
Platja d’Aro pasó del glamour de los años setenta y la resaca barata de los noventa a la carestía actual
Quería comenzar contando una anécdota sexual, pero me lo quitaron de la cabeza. Así que empezaré con un delito. Busqué una opción fácil: un poco de tippex, y la punta de un compás. Rasqué los bordes del tres, le puse un pegote blanco, y lo convertí en un dos. Cuando me lo pidieron, seguro que me temblaban las piernas, las manos y el pelo salpicado de mechas rubias. Blai, enfundado como siempre en su abrigo negro hasta los pies, pasó el DNI por el escáner y en un acto de generosidad, quizá aguantando la risa, me abrió las puertas del paraíso. Ahí estaba Pachá, la mítica discoteca de las cerezas, mal colocada en una esquina de la carretera, en la entrada de Platja d’Aro, ese pueblo de la Costa Brava que un día un periodista definió como “chancletero”. Él era más de Begur, presumió. Una ofensa imperdonable para alguien de Vilartagues, que cobardemente dejé pasar.
El recuerdo de los veranos del 97, 98 y 99 es un poco nebuloso: trabajar en Magatzems Vall (terriblemente reconvertido en un Mango) hasta las once de la noche, cenar en Sant Lluís, beber vodka con limón en Assac, Country, Buba o Charly´s, y acabar en Pachá. Allí, con un poco de suerte, algún amigo te colaba. Como Sergio, que solía estar en todos sitios, con el brazo en alto, cargando una cesta repleta de vasos que recogía, supuestamente vacíos. Eran los hombres a evitar: “¡Aún quedaba un culo!”. Y a la vez, con los que toparte, con sus ajustadas camisetas, encajadas en sus no menos ajustados vaqueros. “Entrábamos a las diez, y ya empezábamos a tomar chupitos por las barras. Cuando llegaba la gente, íbamos como las cabras”, recuerda, muchos años después.
Con un poco de suerte, y tras un peligroso trayecto de vuelta, en moto, en coche o a dedo, quedaban tres horas de sueño. A las diez y media, con el terrible regusto dulzón en el paladar y la resaca comprimiendo la cabeza, volvíamos a vender cremas a unos turistas abrasados por el sol. Nos sostenía la ilusión de saber que al bajar la persiana, Pachá aguardaba de nuevo.
Esos años (dorados en mi memoria) son ya los de la decadencia, explica Ludwig Huisgen, de 72 años, que dirigió Tiffany’s desde 1965 hasta 1995. “La vendí el último día del año”, dice. Le costó desprenderse de la seductora discoteca que tenía como emblema a tres misteriosas mujeres de media melena con bombín, y que tomaba su nombre de la joyería preferida de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, estrenada dos años antes en España. Entonces, cinco discotecas reinaban en la noche de Platja d’Aro: Tiffany´s, Paladium, Maddox, Pachá y Kamel.
Paladium organizó en 1966, un año después de que se inventase la revolucionaria prenda, un concurso Miss Minifalda que les costó una multa de 5.000 pesetas del Gobierno franquista. Tiffany’s salió en Interviú por acoger los primeros topless de la Costa Brava, en una especie de jardín tropical con piscina que montaron dentro. En el libro Nits d’Aro, del periodista Xavier Castillón, se puede ver una foto del escritor Josep Pla, cubata en mano, como un chancletero más, en 1970 en Maddox, del promotor cultural Oriol Regàs, rey indiscutible de la noche catalana y propietario durante 13 años de la discoteca. “Y por supuesto, estaba la atracción de las extranjeras, que venían a mansalva. Fue una revolución social total. A Tiffany's, vino todo el mundo, hasta Dalí”, rememora Huisgen, al que reconocían por la calle en París.
Su discoteca fue inspiración para los Pachá, nacidos dos años después en Sitges, asegura Castillón en Nits d’Aro. El libro recoge una lista infinita de celebridades que actuaron en los locales de Platja d’Aro. Patrios, como Julio Iglesias, Lola Flores, Joan Manuel Serrat o Camilo Sesto, y de fuera, como Soft Machine, Raffaella Carrà, Johnny Hallyday o Charles Aznavour. En aquellos días gloriosos, podían juntarse entre 15.000 y 20.000 personas bailando en las pistas de las discotecas de la ciudad costera. Huisgen la define como una noche “exclusiva”: “Recuerdo amigos italianos que venían en coches de lujo, con ropa Armani”.
Platja d’Aro era lo más. Pero en los setenta, Ibiza comenzó a ganarle la partida. “Eran más permisivos”, alega Huisgen. Además, el municipio de la Costa Brava empezó a popularizarse y perder el glamour de sus primeros años. Los italianos redirigieron sus lujosos coches hacia las islas —“esto ya no era algo especial, se masificó”, dice Huisgen— y Platja d’Aro se volcó en los chancleteros: los locales, que encarnábamos los de Sant Feliu de Guíxols, Santa Cristina d’Aro, Palamós, o Calonge, y los que venían de Girona o Barcelona.
La noche VIP de los setenta dio lugar a las resacas baratas de los noventa. Pero también eso tocó techo. El empresario Pepe Carrera, de 60 años, señala directamente a los Mossos. Si en los noventa, Sergio fingía ser un vecino y llamaba a la Guardia Civil, desde la propia discoteca, a las siete y media de la mañana suplicando que alguien pusiese fin de una vez a la noche; ahora, con los Mossos al mando, a las cinco en punto se echaba el cierre. Los controles de alcoholemia salvaron centenares de vidas, que pusimos en riesgo estúpidamente innumerables veces. Pero no poder beber y conducir, igual que no fumar en los locales, también perjudicó a la noche, asegura el disyóquey Toni Mix, que trabajó en casi todas las discotecas de moda de Platja d’Aro.
Pepe Carreras empezó a los 14 años limpiando vasos en Maddox y acabó siendo el dueño de las cinco joyas de Platja d’Aro. También de Pachá, que ardió ferozmente el pasado 31 de enero, provocando un severo ataque de nostalgia a los chancleteros. Llevaba 15 años cerrada. De aquella noche dorada en la Costa Brava que plantó cara a Ibiza, con una docena de discotecas funcionando a todo trapo, ya solo queda Malibú, Zsa Zsa y una pequeña parte de la clásica pirámide (Kamel, Átyco o Privé, según el momento). “Las grandes discotecas ya no generan dinero para pagar los gastos”, asegura Carreras. Él se ha reinventado, después de ver cómo la crisis cambiaba los hábitos de consumo. “¿Quién salía antes en bicicleta por el carril bici?”, señala. Entre bromas, se refiere a Platja d’Aro como “la ciudad muerta”. “Todo es cíclico”, rebaja Huisgen. Pero es cierto: hasta los chancleteros se han convertido en runners.
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