Un reencuentro del todo adorable
Los escoceses ponen boca abajo el Teatro Barceló después de 25 años sin pisar la capital
El éxito, ese misterio inasible. Casi tres décadas atrás, los escoceses Deacon Blue se colaron en las casas de medio planeta con aquel álbum de título premonitorio, When The World Knows Your Name. Anoche, en un abarrotadísimo y entregado Teatro Barceló, redescubrimos a Ricky Ross como un autor acaso más brillante de lo que ya era antaño, pero adscrito a la caprichosa condición de artista de culto. Llenen pabellones, teatros o el más humilde de los gatitos, hablamos, en todo caso, de una cuestión cuantitativa. En lo que al meollo se refiere, ayer pudimos refrendar que nos visitaba un sexteto inspirado, estimulante, delicioso. Y probablemente adorable, un epíteto que solo le podemos aplicar a las ocasiones muy grandes.
Influyó todo. Para empezar, que Deacon Blue llevaban 25 años sin pisar suelo madrileño, un lapso inexplicable. La expectación era más bien ansia. Había ganas, predisposición, anhelo. Y nos encontramos no solo con una banda rotunda y adictiva, en un estado de forma irreprochable, sino con un Ross seductor y zalamero. Un líder nato que jamás renuncia a la media sonrisa. Un jefazo capaz de anunciar en buen castellano: "Estáis particularmente guapos y pensamos daros la mejor noche de vuestras vida". Y un escritor lo bastante lúcido como para enlazar su Chocolate Girl con el My Girl de los Temptations.
Habrán rubricado millares de conciertos, pero los de Glasgow exhibieron anoche el ardor del debutante. Encadenaban las canciones, sudaban a chorros, se reían con las primeras filas, consentían que algún espontáneo canturreara los estribillos. Y Lorraine MacIntosh ejercía de contrapunto quintaesencial, la segunda voz femenina más canónica del pop junto a Wendy Smith, de Prefab Sprout. Todo en su sitio. Todo un puntito mágico.
Quienes quisieran leer la noche en clave nostálgica disfrutaron de una ración muy generosa de Raintown, aquel primer disco del seminal 1986. Los que procurasen estar al día descubrirían que el tema central de The Believers (2016), la entrega más reciente, es una absoluta golosina. Todos, los abonados a la solera y los bisoños, se dejaron las amígdalas coreando Loaded. Ricky Ross supera los cincuenta, ya no es aquel zagal sexi de antaño y no resulta demasiado verosímil escupiendo al cielo. Pero impartió varias lecciones en una. Carisma, escritura, simpatía, pundonor. Esas cosas que solo confluyen en Glasgow.
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