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café de Madrid
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Orwell’ por O’Donnell

El autor habla de un perro de la raza Basset Hound capaz de localizar un jamón de bellota a nueve metros de distancia

Habrá quien crea que el título de este Café imagina el regreso de George Orwell del frente de una batalla en la neblina de los tiempos, con el fin de reunirse con Hemingway en Chicote o que aquí se pretende sustituir a D. Leopoldo, descendiente de Irlanda, con el inglés que imaginó la distopía de 1984 o La rebelión en la granja, que nos enseñó que “todos los animales son iguales, aunque hay algunos animales más iguales que otros”.

En realidad, hablo de un mexicano descendiente de ingleses que tiene un olfato envidiable, capaz de localizar un buen jamón de bellota a nueve metros de distancia; un sabueso que parece detective (o al revés), que fija la vista en un Madrid que casi nadie conoce: el paisaje a ras del suelo donde las aceras de cuadritos van marcando un raro sendero de sorpresas donde quedan tatuadas las huellas de los habitantes y viajeros. Alfombra gris con pequeños parches de chicles viejos, ocasionales pañuelitos faciales y, de vez en cuando, el abono de transporte caducado al filo de esos pequeños recuadros donde sobreviven arbolitos en adolescencia. El Orwell del que hablan estas líneas cruzó el Atlántico en la panza de un avión que no le permitió viajar en primera clase ni en turista y despertó de la travesía luego de diez horas ladradas como quien vuelve, como si conociera el foro y las perritas que lo tientan de lejos sin correas. Antes de que se me acuse de políticamente incorrecto, aclaro que es un perro, raza Basset Hound y conocido como Hush Puppy por unos zapatos de otras épocas. La mascota que reinaba en una casa de libros, grande y compartida con una entrañable tertulia de amigos y escritores que lo vieron convertirse en la pareja de hecho de Chesterton, la mascota cuya vejez no le permitió llegar al maravilloso descubrimiento que ahora le brilla en los ojos al Orwell: el parque de El Retiro como confirmación del Infinito.

Ajeno a las motocicletas que aturdirían los nervios de Tierno Galván y lejos de la altanería de ciertos pastores alemanes, Orwell ha chocado fauces con una pequeñísima perrita encantadora que andaba despeinada en los fríos mañaneros donde los canes provocan encuentros y conocencias, conversaciones al vuelo y una forma de andar que se concentra a ras de suelo, en los pasos palpables de tantos fantasmas que deambulan por Madrid sin ser vistos por quienes fijan la mirada en otra altura. Sincronizado con la siesta castellana, Orwell parece irse adaptando al elevado volumen de las voces, la ce y la zeta y las muchas distracciones que nos enredan en rollos necios a casi todos los que vivimos Madrid, pero basta llegar al Retiro para imaginar que el mundo entero se acaba de inaugurar y por eso, este amigo se parece a su dueño

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