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Todas las violencias del mundo

Un inmenso Pere Arquillué protagoniza el primer montaje catalán de ‘Blasted’, de la británica Sarah Kane, que llega al Teatre Nacional tras su estreno en Temporada Alta

Pere Arquillué y Marta Ossó durante un momento de la representación de 'Blasted' en el TNC.
Pere Arquillué y Marta Ossó durante un momento de la representación de 'Blasted' en el TNC. Felipe Mena

En la carga de crueldad y violencia extrema de Blasted, la obra de Sarah Kane que revolucionó la escena británica a mediados de los noventa, hay resquicios para el amor, incluso ráfagas de poesía entre toneladas de sexo sucio, violaciones, sadismo, antropofagia y cualquier forma posible de miseria humana. Alicia Gorina muestra esos destellos de humanidad en el primer montaje catalán de Blasted (Rebentats), que llega a la Sala Petita Teatre Nacional de Catalunya (TNC) tras su estreno en Temporada Alta; es duro, desolador y difícil tanto para sus intérpretes —Pere Arquillué, Marta Ossó y Blai Juanet— como para el público.

Kane estrenó su demoledor texto con solo 24 años, añadiendo un clavo letal en el ataúd del teatro naturalista que tanto odiaba; mucho ha llovido desde su polémico estreno en Londres, en 1995 —el crítico del Daily Mail afirmó que era un “desagradable festín de inmundicia”—, y muchos han seguido su forma de entender el teatro. Su estreno catalán, con magnífica traducción de Albert Arribas, salda una asignatura pendiente que, en el caso de Gorina, fiel seguidora de la dramaturga británica, era todo un reto personal que ha encontrado en la complicidad de Pere Arquillué su mejor aliado.

Blasted

Blasted, de Sarah Kane. Pere Arquillué, Marta Ossó, Blai Juanet. Dirección: Alicia Gorina. Teatre Nacional de Catalunya (TNC), Sala Petita.
Barcelona, 11 de enero. 11

Gorina sitúa la acción en un cuadrilátero con cortinas transparentes que dejan ver la habitación de un hotel en la que entran Ian y Cate. No hay forma de salvar a Ian, un periodista de sucesos maduro, misógino, homófobo y racista, que, a pesar de un cáncer terminal, fuma y bebe sin parar y muestra su asquerosa catadura en las frases que escupe mientras acosa a Cate, una joven que padece crisis epilépticas y ataques de pánico. Ian es un depredador que violará y será violado y salvajemente mutilado en la segunda parte de la obra por un soldado transtornado que acabará suicidándose tras comerse los ojos de Ian.

La arquitectura de la obra es un golpe de efecto. Asistimos a una espiral de violencia y autodestrucción en una primera parte de diálogos y réplicas lacerantes; de golpe, la guerra entra en la habitación tras la explosión de una bomba y la entrada en acción de un soldado que lleva en la mochila los horrores de la guerra de los Balcanes. Kane dinamita cualquier línea de espacio y tiempo. Lo que quedan son ráfagas de actos infames; Ian, convertido en un despojo humano, llega a comerse el cadáver de un bebé, en una agonía que encuentra consuelo en la ayuda de Cate, que sobrevive vendiendo su cuerpo.

La violencia interior queda expuesta con la crudeza de las palabras; el lenguaje soez, las heridas y la soledad de los personajes son tan hirientes como la violencia exterior que destruye sus vidas. Cuesta mucho, sin embargo, entrar en la propuesta, porque, quizá como mecanismo de autoprotección, preferimos ver a distancia el proceso de autodestrucción.

De hecho, Kane, que se suicidó en 1999, a los 28 años, retrata todas las formas de violencia —en una pareja, en un conflicto armado— de una sociedad enferma. Y hay escenas estremecedoras —la violación, el bebé que Kate lleva en sus brazos— que Gorina resuelve con imágenes y objetos de potente carga simbólica.

Pere Arquillué se vacía en escena y plasma con sabiduría y convicción —quiso interpretar a Ian desde que vio la obra por primera vez— la abrumadora paleta emocional de un personaje repulsivo, despiadado, cínico y cobarde, que muta de verdugo en víctima sin redimirse ni ofrecer resistencia a una muerte que ponga fin a una vida sin amor ni ternura.

La actuación de Ossó es también impresionante; transmite la fragilidad e ingenuidad de Cate con naturalidad y salva con aplomo su transformación en una superviviente capaz de conservar calor humano en medio del horror. Blai Juanet plasma con potencia la rabia, la violencia y el devastador poder destructivo de un soldado desquiciado por la guerra.

Buen trabajo escenográfico de Silvia Delagneau y oportuna la árida iluminación de Raimon Rius, pero funcionan mal las idas y venidas de Arquillué —camino de un cuarto de baño— por una puerta lateral del escenario.

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