“La Modelo era un caos total y absoluto”
Antonio Puyuelo dirigió la prisión de 1989 a 1995. Recuerda levantarse a media noche por todo tipo de cosas: un preso en el tejado, saltando la valla, muerto, corriendo por las cloacas, saliendo por la puerta pistola en mano...
Antonio Puyuelo no ha ido a ver cómo se cierra la Modelo. “¿Qué aprecio puedo tener a cuatro paredes?”. A pesar de que entre esas paredes pasó 20 años de su vida. Primero como funcionario raso, cuando entró en 1975, después como jefe de servicio (1984-1988), subdirector (1988-1989), y finalmente como director (1989-1995). Es una de las personas que más tiempo ha aguantado al frente de aquel pequeño cosmos de supuestos delincuentes, idílicamente en vías de rehabilitación, en el corazón del Eixample barcelonés. Cuando lo dejó asumió la coordinación de información de los servicios penitenciarios: la persona que toma el pulso a las prisiones catalanas, que intenta saber qué pasa dentro y solucionarlo. En noviembre se jubiló.
Insiste, con razón, que muchas de las cosas que vivió en la Modelo resultan increíbles. Empezando por el recuento de internos. “No sabíamos seguro cuántos eran. Te faltaban tres presos o te sobraban cuatro”. Los funcionarios se quedaban en el centro del panóptico, que comunica las seis galerías, en la zona de control. Desde allí, veían a los presos “pasar de un lado al otro, como Pedro por su casa". “Las celdas se cerraban por dentro, nadie se atrevía a cambiarlo”. Y estaban engalanadas con bombillas rojas y amarillas, como una discoteca. “Era un caos total y absoluto”, resume de aquellos primeros años de la prisión en democracia, donde llegó con 23 años, después de dejar el oficio de mecánico (“cobrabas poco y siempre ibas sucio”).
Vivió la etapa más dura de la COPEL, un sindicato de presos que se constituyó con el fin de defender sus derechos. “Algunos tenían esa visión un poco altruista, pero dentro de la COPEL se escondieron grupos de mafiosos que solo querían sacar provecho”. Con el sindicato se generalizaron los cortes en los brazos como forma de protesta. “Había cortadores oficiales. Se ponían cuatro o cinco en el centro, salían el resto de presos de las galerías, y los cortaban”. Eran tantos los heridos que no alcanzaban a llevarlos al Hospital Clínic, muy cerca de la Modelo. La solución pasaba por montar hospitales de campaña en el patio de las comunicaciones. Y eso ocurría en un motín cualquiera. Los miembros del grupo teatral Els Joglars, encarcelados en aquella época, “lo pasaban fatal” al verlo.
Recuerda Puyuelo levantarse de la cama a medianoche por todo tipo de cosas: un preso en un tejado, un preso muerto, un preso saltando la valla, un preso por las cloacas, un preso saliendo de la prisión por la puerta principal pistola en mano... Y cuando no era eso, era que se derrumbaba parte del suelo en la entrada de la Modelo, cuando patrullaba un guardia civil, fruto de los túneles que cavaban para escapar. Si no, se hundían los pasillos de hierro que llevaban a las celdas por el mal estado en el que se encontraban. O bien se quedaban sin luz toda una noche, con un Barça-Madrid, y tenían que dar la cena con camping gas, y rezando para que los presos no se amotinasen aprovechando la oscuridad. O sin agua, que también les pasó.
“No sabíamos seguro cuántos presos eran. Te faltaban tres o te sobraban cuatro”
“Yo era un bombero”, un solucionador de problemas. Uno de los episodios más críticos fue cuando, ya como director, se encaramó para sacar a un preso de un tejado de la cuarta galería. “Subí a la cresta con un bombero. ‘¿Quieres un cigarro?’, le dije. Cuando me lo aceptó, lo cogí yo a él, y el tío me vencía. Le pedí al otro que me ayudara, y me dijo, ‘Yo solo soy bombero’”. Finalmente, consiguieron bajar los tres sanos y salvos.
Puyuelo tiene fama de duro y autoritario con los presos. “Iba de cara con ellos, no había otra manera de hacerlo”, rebate. Pero admite que “algunos funcionarios se pasaban”. Cuando fue director tuvo que responder por los excesos de varios trabajadores reprimiendo un motín. “Reconozco que actuaron mal”, y cuenta que se ocultaron cosas en los partes de lo sucedido. El problema eran las cuentas pendientes. “Se tendía a que si un interno había pegado a un funcionario, lo tenías que reducir. Pero ya no consistía solo en reducirlo, sino que añadían un golpe más. Si tú añades un golpe más, eres tan delincuente como el preso”, explica que les decía. “Poco a poco” se fue corrigiendo la situación, pero “costó”.
“Tras un sábado, te encontrabas un cadáver, o dos tíos apuñalados. Fue una época muy y muy dura. Muy dura. Pero mucho”.
Recalca que era una época difícil, en la que les tocó sudar para ganarse el respeto. En su etapa como “pagador” —la persona que daba a los presos el peculio, un destino “poco cómodo”—, lo enviaron un día a la cuarta galería acompañado de otro funcionario porque estaba “un poco revolucionada”. “Solo entrar empiezan a caer colchones quemando y de todo. El que venía conmigo se fue. Yo pensé, si me voy no tendré huevos a volver a entrar porque me dirán que soy un acojonado”. Así que se quedó en la puerta de la oficina y pagó a un atracador, hoy histórico, que se le acercó, José Antúnez Becerra, y que todavía sigue en prisión. Un día incluso le intentaron "sirlar" (robar) el peculio cuatro jóvenes, y lo hirieron en un dedo. No supo nunca quienes fueron porque iban tapados.
Señala la droga como un elemento clave de la degeneración en las prisiones. “Antes la droga era el vino. En parte, por el mal hacer de los funcionarios que pagaban, yo también, los servicios de los presos con un pinta de vino. De eso pasamos a la cerveza”, recuerda. Hasta que llegaron las drogas duras, sobre todo la heroína. “Entraba de veinte mil maneras diferentes. Era una escuela tremenda. Aprendías cada día”. Primero lanzaban pelotas por el patio de la Modelo. Después crearon el carro con un sedal, que echaban por las ventanas que daban a la calle; los familiares ataban algo y lo recuperaban. Después, cuando se colocaron mallas, idearon un sistema de congelar las papelinas de heroína dentro de cubitos, que tiraban, quedaban enganchados y se deshacían.
“Al preso que llegaba le dabas un trozo de gomaespuma, un plato negro de aluminio y una cuchara doblada o rota”
Era una época de motines e intentos de fuga constantes. Todavía recuerda la mítica de 1978, cuando huyeron 45 presos por el alcantarillado. “Emilio Simón Blanco [un atracador] dijo, 'venga, os vamos a entregar los pinchos'. Los tiraron y eran tantos que tapaban la boca de entrada de una de las galerías". Los funcionarios lo interpretaron como un acto de buena fe y se confiaron. Dos días después, se escaparon todos. O el día en que en un "cacheo" de las cloacas se encontró a un preso de cara. Eran las tres de la madrugada. “Él pensó que yo iba por él, y yo pensé que él venía por mí. Los dos huimos”. Tampoco supo nunca quién era aquel hombre. O el asesinato del mafioso francés Raymond Vacarizzi, de un disparo en la cabeza, cuando estaba a su celda, desde el exterior. O la foto robada al empresario Javier De la Rosa, cenando un bocadillo, que le sirvió de excusa para poder trasladarlo.
Puyuelo dice de sí mismo que fue “el director y subdirector más impresentable”. No hubo nunca un acto de anuncio oficial, ni nota ni rueda de prensa. Él aceptó los cargos como un trabajo más, y aguantó mucho más que el resto, a excepción de uno de los últimos directores. “Era la prisión emblema, que enseñaba, potente. Una prisión conflictiva”, que no empezó a mejorar hasta los noventa, con el traspaso de las competencias a la Generalitat y la llegada de Ignasi García Clavel como director de Servicios Penitenciarios.
“Las celdas se cerraban por dentro, nadie se atrevía a cambiarlo”. Y estaban engalanadas con bombillas de colores, como una discoteca
Llegaron a apelotonar hasta ocho presos en una misma celda. Un día un juez pidió visitar la prisión antes de irse de Cataluña. “Vino con toda la parafernalia del juzgado. Una chica me dijo de ver una celda. La abrimos y un pobre que estaba durmiendo como podía, apoyado en la puerta, cayó, y salieron todos corriendo”. Otro juez le llegó a amenazar con denunciarlo si aceptaba un solo preso más.
Hasta 1986, los internos dormían y comían en la celda. También los que estaban en aislamiento, que tenían solo un poyete de piedra, un lavabo turco y un grifo. “Al preso que llegaba le dabas un trozo de gomaespuma, un plato negro de aluminio y una cuchara doblada o rota. Y si es que había. Llegó un momento en que la gente comía en las latas de sardinas, o con los tetrabrics cortados por la mitad”. Tampoco ha olvidado los sábados de fútbol, cuando dejaban a los internos fuera hasta medianoche para ver el partido. “Después te encontrabas un cadáver, o dos tíos apuñalados. Fue una época muy y muy dura. Muy dura. Pero mucho”.
Puyuelo duda de la capacidad rehabilitadora de una prisión así. “Salgo de permiso, veo a mi vieja, que está fregando suelos. El primer día de permiso me pego la gran fiesta. El segundo día, no voy a quitarle el dinero de comer a mi madre para salir de fiesta. Al tercer permiso, me hago [atraco] una gasolinera”, explica sobre la realidad de los presos. “¿Qué les podemos ofrecer? ¿Qué les damos? ¿Cómo se les puede rehabilitar?”. A pesar de que es más positivo con los jóvenes.
Un día, cuando los “problemas superaron a las soluciones”, Puyuelo dejó la dirección de la Modelo, agotado, y pasó a la coordinación de información de servicios penitenciarios. Desde allí ha controlado también a funcionarios corruptos. A los 65, se ha jubilado. “¿Se puede guardar algún buen recuerdo de esto?”, dice de los años duros de la Modelo. “A mí la gratificación me la dan los presos, cuando veo a alguno y nos saludamos... Pero los muros de la prisión... No. Eso no”. Ahora vive una vida nueva por completo. Y se siente liberado: “Dejarlo ha sido un descanso muy grande”.
literatura entre barrotes
La prisión la Modelo ha creado muchas vocaciones, también la de escritor. El más conocido fue Juan José Moreno Cuenca, el Vaquilla, que radiografió en más de 400 páginas su vida en las prisiones españolas con Hasta la libertad. "Cuando recibí el ejemplar era una editora junior, tenía 29 años, y me lo miré con algunos prejuicios. Tenía cierto recelo", recuerda Yolanda Cespedosa, de Ediciones B. "Pero cuando lo leí, me quedé impactada. Es buenísimo, una denuncia del sistema penitenciario desde el sistema penitenciario". Ni siquiera requirió mucha edición. "Se hizo la misma que a cualquier autor", explica. A pesar de que el periodista Josep Maria Huertas Claveria, amigo del Vaquilla, le ayudó. Igual que ayudó a Juan Diego Redondo, Dieguito el Malo, con La fuga de los 45 (Maikalili). La obra también recoge el fracaso de una sociedad en la reinserción de sus presos. Los dos libros están descatalogados y sus autores, muertos.
Un expreso de la Modelo y escritor vivo es Daniel Rojo, exatracador. Él describió también de manera crítica sus años de delincuente en Confesiones de un gángster, que se convirtió en una trilogía. "Es un libro único. Acabó novelando su propia vida con mucha verdad", dice la editora de Ediciones B Marta Rossich. Fue un trabajo a tres bandas: "Dani que habla, el periodista Lluc Oliveras, que grabó y ordenar, y yo que digo, esto aquí o esto no es relevante". Lo acabaron en seis meses y funcionó.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.