Elena la Enana
A la siguiente parada del autobús, subió una hermosa niña de la mano de su madre y quien parecía su hermanito mayor. La niña tendrá cinco años y –mientras su madre sacaba el abono de transporte y malabareaba bolsos con una sola mano—le contaba a su hermano “El cuento de Elena la Enana” con una vocesita entrañablemente madrileña, de esas que parecen terminar ciertas palabras con un ribete de colores.
El trío recorrió el pasillo hacia el fondo del autobús mientras los pasajeros escuchábamos ya con la atención despertada por la gracia de la hermosa niña que Elena la Enana “usa una sola media color naranja y brinca con sus zapatitos rojos por encima de los zapatones de los mayores”… y allí se fue alejando el volumen de la vocesita hasta obligarme a mí y a otro pasajero a movernos por el pasillo del autobús cerca de donde la agotada madre de los críos encontró un asiento para su solaz y una ventana amplia para perder la vista en la nada.
Ningún pasajero miraba directamente a la niña para no interrumpir el torrente de su narración y creo también que no pocos alargamos el destino de nuestra respectiva travesía con tal de seguir escuchando que Elena la Enana “es de las niñas que brincan por todos lados sin despeinarse porque lleva un lazo rojo sobre el pelo amarillo y su vestido verde no se mancha y si se mancha se desmancha…” y se reía ella sola y si acaso la interrumpía de vez en cuando su hermanito mayor para cuestionarle la veracidad de los disparates o los posibles errores de ilación.
No había un solo pasajero del autobús que no viniera absorto con la maravillosa vocesita que iba narrando como hilo de media lo de la “hermosa mañana en que Elena la Enana nadó por un pantano de chocolate y voló por las nubes atada a un puñado de florecillas amarillas que le regaló su abuela en la puerta del estanco donde bailan unos caballos de dulce que se ríen de las cosas que cantan los niños del bosque…” y así nos tuvo a todos, de paisaje en paisaje, siguiendo el cuento hasta que el autobús llegó al fin del trayecto en Moncloa y tuvimos que bajar con la resignación de volver sobre nuestros recorridos las paradas necesarias para llegar al destino inicial, cuando de pronto reaccionó la madre y preguntó a la hermosa niña si ese cuento se lo habían contado en la guardería o si era de los libros del cole de su hermano o si lo había visto en la televisión y a mí me llenó de vida escuchar el instante en que la hermosa niña contestó, como si nada, “Ay Mami, lo que les cuento… es mío”.
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