El profesor oficial de cante jondo
Paco del Pozo se erige como el primer maestro cantaor en un conservatorio y renace con el disco ‘En este momento’


A juzgar por sus deportivas desenfadadas, en un color inclasificable entre el azul y el gris marengo, nadie pronosticaría que Paco del Pozo es cantaor flamenco y se gana la vida como tal. Eso dice una alumna francesa que asiste a sus clases de la Fundación Casa Patas, todos los martes por la tarde, y que el otro día no se aguantó las ganas de preguntarle: “Profe, ¿qué llevas en los pies?”. El aludido, maestro atípico de soleás o seguiriyas, heredero nada predecible de un arte centenario, soltó una carcajada.
Del Pozo, de 42 años, es uno de los grandes del flamenco contemporáneo, aunque puede que su nombre aún no alcance en popularidad a otros compañeros de generación. En 1997 se impuso en el Cante de las Minas de La Unión (Murcia) —el Premio Nobel del quejío— el mismo galardón que consagró a Miguel Poveda, Mayte Martín, Curro Piñana o Rocío Márquez. Lo malo es que a Francisco, criado en San Sebastián de los Reyes, no le cambió gran cosa la vida. “Apenas recibí un fax de Esperanza Aguirre, entonces ministra de Cultura. Poveda tiene la ventaja de ser catalán y allí saben cuidar estas cosas”.
No habla con resquemor. Al contrario, le unen afinidades e intersecciones vitales con el príncipe flamenco —quizá ya rey— de Badalona. Y una historia infantil deliciosa. Madrid, 1986. Paco y su padre acuden cada domingo al Rastro a vender la primera grabación del chavalín, una casete titulada Paquito te canta sevillanas. Se trata de una producción rudimentaria, pero encantadora, que no tarda en calar entre los aficionados: 30.000 ejemplares para distribuir en mercadillos y gasolineras. Los ecos llegan hasta el noreste, donde otro chiquillo, Miguelito Poveda, llama a las radios para pedir que emitan esos cantes del niño Francisco.
El premio de las Minas debió de haber encarrilado la carrera de Del Pozo, pero no fue así. “En 2003 acepté grabar Vestido de luces, álbum financiado por una asociación de amigos de la tauromaquia, y quizá fuera una mala elección. No es un mal disco, pero no me representa”, admite el cantaor madrileño, que ahora vuelve a mirar el mundo con su característica sonrisa bonancible.
Se ha mudado a una casita en Pedrezuela, donde vive con su mujer, su hija, dos perros y una gallina. Desde el curso pasado imparte clases de cante flamenco en el Conservatorio Arturo Soria, lo que le convierte en el primer profesor oficial de esta asignatura en un centro profesional de la Comunidad de Madrid. Los martes le esperan sus pupilos de Casa Patas. Y acaba de ver la luz, por fin, su tercer disco, una preciosidad titulada En este momento. Flamenco por derecho y una audacia final: una versión de Oblivion, de Astor Piazzolla, con letra del poeta Félix Grande.
“Ya no le tengo miedo a nada”, avisa. “Admiro la valentía de artistas como Niño de Elche, que ha sabido arriesgarse. A mí me ha faltado un aliado; alguien que me dijera: ‘Paco, vámonos al barranco tú y yo juntos, y nos tiramos”. Quizá haya llegado al fin el momento dulce para aquel niño payo de la periferia que vendía casetes en el Rastro. “Hasta ahora quizás me haya faltado un golpe de suerte o la capacidad para convertirme en un personaje”, se sincera. Y recapacita: “Mis padres me inculcaron la cultura del esfuerzo, pero a veces eso no es suficiente para sobresalir”.
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