La tristeza evolucionada
Kurt Wagner maravilla con su nueva propuesta de distorsión vocal porque las máquinas no le impiden ser él mismo
No es Kurt Wagner, a sus 57 años, un hombre del que pudiéramos barruntar grandes revoluciones. Después de una docena de álbumes siempre tristes o contemplativos, a menudo notables y en ocasiones hermosísimos, le tomaríamos por un caballero con bagaje y oficio, un tipo en quien confiar. Pero en esas llegó 2016 y el líder de Lambchop nos cambió el paso. FLOTUS (For love often turns out still), además de extraordinario, era un disco impredecible. Y su plasmación en directo, anoche en la Joy Eslava, resultó tan bella y frágil como desconcertante. El cuarteto se comportó con tanta delicadeza y parquedad en cuanto a decibelios que hasta el soplido del aire acondicionado o el tintineo de los hielos se convertían en serios obstáculos auditivos. Nunca una sala madrileña tuvo que permanecer tan callada: no solo por fascinación; también por pura supervivencia.
A Wagner se le diría la antítesis del ciudadano moderno. Sigue encarnando, más bien, al hombre de torpe aliño: la camisa por fuera, las gafas de pasta, esa visera como de turista en grupo organizado. Pero su seductora garganta de barítono suena ahora procesada, duplicada, sujeta a la distorsión del vocoder. La voz como un instrumento más, ya saben: sometido al escrutinio de la máquina, al dictamen de la manipulación. Y de pronto el 'crooner' del country alternativo se transforma en un hechicero, un sabio en su laboratorio de ensayos, el chef que confía su apostolado al nitrógeno líquido y los fogones deconstruidos. Es fascinante, porque aun así Wagner es Wagner y Lambchop siguen reconociéndose como Lambchop.
Nos advirtieron de que era "nuestra última noche en el mundo libre", en alusión a la pesadilla que se nos avecina en las altas esferas. En realidad, estos señores de Nashville son en sí mismos un síntoma esperanzador. Pesan los años y las pérdidas. Wagner ha vencido al cáncer, no al dolor que avivan los ausentes. Pero la suya es una tristeza evolucionada. La del hombre maduro que puede ilusionarse con cada gran canción y hasta reinventarse como adalid electrónico. Ver no solo para creer, sino para que proclamemos la fe a los cuatro vientos. Igual que ya en su día nos encariñamos de The hustle, que este jueves sirvió como punto final: “No quiero dejarte nunca / y eso es mucho, mucho tiempo”.
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