Nora y la cámara
Logrado experimento con 'La casa de muñecas' de Ibsen en la sala Atrium
La Nora que se representa en la Sala Atrium es una propuesta de dramaturgia que suscita percepciones ambivalentes. Raimon Molins es un director inquieto que no da ningún texto por agotado. Un ejemplo cercano: su adaptación de Hamleten la que tenían tanto peso dramático la menguante facción de los vivos como la creciente de los muertos.
Como en aquel montaje, su revisión de Casa de muñecas de Ibsen apuesta por la democratización de los dramatis personae, con cierto sacrificio de los personajes centrales a favor de los secundarios. Entonces ganaba Ofelia y ahora lo hacen Kristine Linde y Nils Krogstad, Oda (Krogstad) después de pasar por un cambio de género cargado de interesantes significados y nuevos juegos de relaciones.
NORA
¿Qué papel asume Nora en este contexto? Quizá este sea el punto más discutible de la propuesta. Sacar a la heroína de Ibsen y su radical gesto del entorno decimonónico es un riesgo. Casi siempre queda desnuda, como una muñeca burguesa con pocas posibilidades de sobrevivir fuera de su jaula dorada. Así lo entendió Elfriede Jelinek cuando condenó al fracaso su intento de liberalización y evidenció que lo único que posee Nora como valor propio es su atractivo sexual y no su capacidad de producción. En pleno siglo XXI su razón de vivir se parece demasiado a una figura de porcelana. La entregada interpretación de Mireia Trias —subrayada por la línea estética de la escenografía y el vestuario— insiste en esta imagen, con una peculiar tendencia a la fragilidad emocional incluso antes de estallar la crisis. Cuando da el portazo es difícil creer que sobrevivirá lejos de la protección del sistema que pretende abandonar.
Pero que en una puesta en escena de estructura horizontal el personaje central se tambalee tiene una importancia relativa. Sobre todo si el director trabaja a fondo un elemento metateatral tan intrusivo como la presencia constante de una cámara. Este objeto —manipulado por los mismos intérpretes cuando abandonan sus personajes— es el auténtico protagonista de su dramaturgia. No es sólo un adorno digital es una real e intencionada distorsión del discurso escénico. Podría estar en la línea de la transversalidad de géneros y lenguajes que practica la brasileña Christiane Jatahy, pero a Molins le interesa más el dominio automático que ejerce el objetivo cuando se planta ante el sujeto. Es una atención hipnótica que en Nora pasa por diversas fases entre la aceptación y el rechazo violento. Es un canto de sirena tecnológico que absorbe acciones, emociones y palabras.
El reparto, formado además Oriol Tarrasón, Patrícia Mendoza y Gal·la Sabaté, se mueve con naturalidad y convicción en todos los niveles dramáticos propuestos. Una sintonía actoral que arrastra al espectador a disfrutar de este logrado experimento.
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