Biorritmos dispares
El cuarteto ‘retro’ británico honra el vigésimo aniversario de su ‘Moseley shoals’ con un repaso dubitativo e irregular
Intríngulis, más bien los justos. El aperitivo de Day tripper cae casi todas las noches y no seremos nosotros quienes le hagamos ascos a una ambrosía maccartniana. Además, The Beatles nunca están de más en una banda que calca una parte de I am the walrus en su maravillosa The day we caught the train. Y a renglón seguido, Moseley shoals por orden y en su integridad, para agrandar, en el vigésimo aniversario, la estatura de aquel discazo que colocó a Ocean Colour Scene en la primerísima división del revival británico. Así que nos las sabíamos y las preveíamos, sin margen para la incertidumbre del qué-vendrá-ahora. Lo que no tiene nada de malo con un repertorio estupendo, pero introduce algunos factores perturbadores. El más preocupante: los biorritmos de un disco no coinciden, o no necesariamente, con los de un concierto.
Quienes amamos el elepé como unidad de medida, más allá del picoteo sistemático del streaming, la temeraria ruleta rusa del modo aleatorio y la poligamia compulsiva del “Si te gusta Fulano, te encantará Mengano”, agradecemos estos gestos clásicos. Puretas. Acaso viejunos. El inconveniente surge cuando la banda parece incómoda con su propio legado, circunstancia que con el cuarteto a veces se barruntaba este miércoles en una Riviera casi llena. O cuando las tres piezas destinadas a segregar adrenalina a borbotones, The riverboat song, The day we caught the train y The circle, fluyen de arranque y del tirón por guardarle fidelidad al referente fonográfico.
El desajuste, o más bien desbarajuste, se prolongó durante las seis u ocho primeras canciones. Nos enfrentamos con niveles descompensados, bajos pasados de decibelios, dificultades para que la banda unificara los cambios armónicos y, sobre todo, los serios apuros de Simon Fowler para ajustar la afinación. Fowler es dueño de un timbre precioso, pero se le vio en el filo, pidiendo incluso disculpas por sus imprecisiones, quizás aturdido por la puñetera cháchara matritense.
Todo acabó marchando muchísimo mejor según avanzaba la noche, incluso al redescubrir los territorios de turbia oscuridad de Get away, prolongada con tanto delay en la guitarra de Steve Cradock como pocas prisas. Los bises incluyeron palpitantes lecturas de Better day y Profit in peace, además de un guiño a Oasis (Live forever) justo al final de Robin Hood. Pero entraban ganas, al retornar a casa, de ponerse Moseley shoals a toda pastilla. Para honrar su memoria. Esta vez, sí, como se merece.
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