Formentor: el lugar del cual hablamos
Leer es también un ejercicio de memoria activa: de nada serviría leer si uno no recuerda lo que ha leído
Del arte de la palabra. Para glosar el virtuoso arte de la palabra, mejor comenzar por la elocuencia que hace transparente al pensamiento. No se trata de hablar como el que enarbola declaraciones enfáticas ni de aparentar la simplicidad del hábito popular. Estas simulaciones han ido envejeciendo y apenas de nada sirven ya. Los discursos que parecen solemnes siembran una desconfianza insalvable. Y el que imita los vicios iletrados del costumbrismo, produce una gran decepción. Pues el lenguaje, como todo lo que pasa a través del hombre, se gasta con el uso y se estropea con el abuso. De ahí que cada generación deba reinventar el arte de la palabra, despojarla de disfraces, y devolverle el brillo original. Se dice que es propio de alguien distinguido el saber hablar con propiedad. Se reconoce así la elegancia del que forja una esbelta concordancia entre lo que piensa, lo que mira y lo que dice. Y se le admira por una gentileza que no todos pueden emular. Aquél que engarza el sonido y el sentido de la palabra será respetado, pues su mismo aspecto adquiere la consistencia que atribuimos a la nobleza de espíritu. Palabra de honor, se dice cuando uno asegura el valor de lo que ha dicho. Para el hombre cabal, toda palabra es honorable.
Del saber escuchar. La decadencia cultural resulta inevitable cuando se instala la costumbre de no escuchar. Es inconfundible entonces la impaciencia del interlocutor, su mirada evasiva, su disimulado desdén. En esta encrucijada la catástrofe es inminente. Cada uno, arrebatado por la atropellada locuacidad de sus juicios, asiste a la conversa como si fuera una discordia y le parece intolerable quien extiende argumentos que no vale la pena atender, ni siquiera refutar. Este ejemplo se difunde por doquier. Y, sin embargo, la cualidad de un cierto tipo de personas reflexivas y sutiles pertenece a un orden superior. Con sus cinco sentidos prestan atención, y así comprenden el sentido. No es solo una muestra de buena educación, sino el fundamento mismo de la comprensión. Lo que el otro vaya a decir requiere un interlocutor con tiempo y paciencia. Saber escuchar es percibir creativamente el ritmo, la cadencia y la armonía del pensamiento ajeno, desplazar el centro de interés que uno ocupa, penetrar en las convicciones del otro, tomar prestadas sus presunciones y ensayar nuevos modos de entender las cosas. Para el que sabe escuchar todo es más pertinente, mesurado y aceptable.
Del don cortés. En el lugar del cual hablamos, todos son consecuentes. Atribuyen al arte de hablar una elegancia moral digna de gran consideración y al saber escuchar lo consideran un atributo de la inteligencia. Para ellos la conversación es una de las bellas artes y de un tiempo inmemorial procede la certeza de haberla heredado como la más trascendente cortesía. Este gesto redime lo que hay de frívolo en nuestra imaginación. La conversación cortés, el signo de la alta cultura por excelencia, nos permite poner en escena virtuosas habilidades. La principal es una conciencia sutil sobre el milagro del habla, la insólita cualidad del lenguaje, la soberbia concepción del verbo. Si se pierde de vista lo que hay de excepcional en este arte de la conversación, no podremos entender la singularidad de la condición humana. La enigmática existencia a la que hemos sido invitados.
Del árbol universal de las letras. Hace ya nueve años que nos reunimos en Formentor a conversar sobre los libros que hemos leído. Y apenas hemos comenzado a hojear la gran biblioteca del mundo. La inconmensurable magnitud de la imaginación humana, su destreza para concebir mundos, personajes, historias y géneros, la sagacidad con que el autor prolonga y renueva el arte de contar historias, se deposita en este admirable artefacto de la civilización: el libro. El sólido, duradero y accesible fundamento de nuestra inteligencia. Como todo lo importante, también el libro padece la amenaza de ser trivializado. Y, sin embargo, leer no es deletrear y pasar página. Una operación mental de gran complejidad se desencadena gracias al libro. Leer es comprender, o sea: discernir, penetrar, desbrozar… adquirir. Leer es también un ejercicio de memoria activa: de nada serviría leer si uno no recuerda lo que ha leído. Luego vendrá un acto supremo: saber contar lo que se lee. Nada es más placentero: la compañía del que nos descubre nuevas lecturas. Y finalmente, un gesto sublime: la interpretación. El principal ejercicio de Formentor: una interpretación inagotable. Cada libro se abre como una partitura a merced de lectores imprevisibles: la energía con la que nos apropiamos de los libros es comparable a la fuerza con que han sido escritos. Los aspectos descuidados, las perspectivas insólitas, las comparaciones fulgurantes que hacen los lectores de Formentor, desvelan el sentido y renuevan el significado de las cosas.
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