Montserrat Roig
La escritora nos dejó una obra variada en constante transformación y ahondamiento; una mirada de mujer y una mirada histórica de envergadura
Este mes Montserrat Roig habría cumplido los 70 si su vida no se hubiera truncado hará un cuarto de siglo en noviembre. Tenía 45 años, los mismos que Maria-Mercè Marçal (quien la seguiría, también por cáncer, al cabo de siete años) y murió poco después de la desaparición de Maria Aurèlia Capmany en octubre. A las tres se las hecha de menos. Roig y Marçal murieron demasiado jóvenes. No vencieron el cáncer pero sí la batalla por espacios expresivos nuevos, que dieron lugar a obras últimas magníficas de las dos. A veces me pregunto qué nos hemos perdido de lo que habrían escrito, con tanta lucidez y creatividad de su parte, tanta resistencia acumulada.
De los actos en recuerdo de la Roig que se suceden y de los que se preparan a lo largo del año, una desea la puesta al día de la recepción crítica y divulgativa de su variada obra (deseo lo mismo para las tres, por supuesto). La Roig publicó novelas y cuentos, entrevistas escritas y televisadas, investigación histórica y artículos periodísticos que, los últimos, en el Avui, son un prodigio literario y vital. Puede que ahora sus libros, tratados entonces no sin condescendencia por una crítica cultural y literaria a menudo negligente, regresen a las librerías y muestren lo que tal vez más fue la Roig: una escritora en constante transformación y ahondamiento.
Su prosa última constata y realza esta evolución. Quiso ser una escritora profesional y de ahí que practicara diversos géneros. Cuando cayó enferma era una figura mediática, una urbanita hija al cabo de la cultura pop que se había construido desde el inicio un personaje público, estrella glamurosa y elegante, de gran presencia, como prueban las fotos de Pilar Aymerich. Ganaba premios y tenía lectores que compraban sus libros, una obviedad que a menudo parece cosa del pasado, cuando nos gustaba más leer que tocar carne de escritores. Pero con el ataque del cáncer, en esa hora implacable de la enfermedad, emergió el retrato que el personaje público obstruía: una escritora lúcida, lectora excelente, sabedora de que el franquismo le había arrancado las raíces de la formación literaria y, por eso mismo, consciente de sus límites hasta entonces y de las potencias que, aún enferma, le brindaba la prosa periodística. Y aprovechó a fondo estas ironías de la vida.
A veces me pregunto qué pensaría de esto o de lo otro. No la traté mucho ni sabría decir si su trabajo ha influido en el mío. Sí que me parece que ha dejado un hueco en un asunto nada menor: la Roig, como la llamábamos, practicaba el serio propósito de potenciar las relaciones (y las traducciones) entre autores y literaturas hispánicas. Cultivó los contactos fuera de Cataluña y hacía de puente. Desconozco hasta qué punto se sintió correspondida ni si murió pensando qué había logrado.
Algo parecido sucede con su proyección en la crítica académica, sobre todo en las universidades anglosajonas. Hace unos años, en 2004, en Guadalajara, México, me preguntaron, en un congreso internacional, qué se había hecho de la Roig, por qué los estudiosos de cualquier género y temática no la mentan más. No supe qué decir. El presentismo está instalado entre nosotros, quien sabe si de manera fatal. Si no puedes avalar tus libros con tu presencia, flash, nadie habla de ti cuando estás muerta. La misoginia imperante en nuestro campo literario hace el resto, claro.
En paralelo a su mirada de mujer, la Roig tenía una mirada histórica de primer rango. Su libro sobre los catalanes en los campos nazis es una investigación de envergadura y nivel. Fue difícil financiar el proyecto, ciertamente, que resultó decisivo para ella, no solo por las personas que conoció y rescató en este libro. También fue crucial en su obra última por el dolor acumulado, lo que se tradujo en una mayor hondura en su escritura.
El tiempo sigue poniendo las cosas en su sitio y vale la pena ver qué nos dicen sus libros ahora. Sin condescendencias sexistas, con honradez crítica. Comparto con Isabel Segura, que editó a la Roig y es una experimentada historiadora de la ciudad de Barcelona y de su imagen literaria, que en sus relatos y novelas la capital catalana es un personaje. A veces es la protagonista por excelencia. La Roig nos ofrece algo muy íntimo del Eixample y su historia, casi sus tripas. Es un mérito, en una ciudad hermética como Barcelona. No podría decir lo mismo de tantas novelas en que, francamente, la ciudad es un decorado y basta, un anzuelo editorial oportunista sin significado ni sentido, un referente privado como mucho de quien las firma.
Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF.
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