Un réquiem lleno de vida
La Sinfónica de Galicia y su coro superan las expectativas más optimistas que nadie pudo albergar en mayo de 1992
La Messa da requiem de Verdi es una de las más grandes –si no la mayor- de las obras sinfónico-corales jamás escritas y su interpretación por una orquesta suele ser un gran acontecimiento entre sus seguidores. Así sucedió este fin de semana en el Palacio de la Ópera de A Coruña, que registró dos llenos en los conciertos de abono viernes y sábado. En este último la asistencia se vio reforzada por los familiares de coristas y de los niños del proyecto Resuena. Antes del Réquiem, estos ofrecieron un pequeño concierto en el vestíbulo, todo un símbolo de la vitalidad del proyecto de esta Orquesta Sinfónica de Galicia. Ni los más locos sueños de los asistentes al concierto inaugural (15 de mayo de 1992) habrían podido anticipar esta gozosa realidad de vida ciudadana, por encima incluso de la excelencia artística alcanzada.
Las expectativas ante el concierto de la OSG y su coro, dirigidos por Dima Slobodeniouk, se vieron ampliamente colmadas. De inicio, hay que destacar las prestaciones del Coro de la OSG en la que seguramente ha sido la cita más comprometida desde su fundación hace dieciocho años. El Réquiem de Verdi es una de las obras más exigentes para una masa coral : hay que afrontarla con una gran resistencia física, ya que su partitura no concede la mínima tregua en tesituras, dinámicas y requerimientos expresivos.
Estas exigencias fueron solventadas más que generosamente por la agrupación fundada y dirigida por Joan Company. Los pianissimi iniciales del Requiem aeterna y los fortissimi del Dies Irae, -los dos primeros números de la partirura- marcaron los extremos dinámicos. La sutileza de aquellos y la determinación y redondez de estos fueron los extremos de un arco de matices vocales que se vio cabalmente enriquecido a lo largo de la obra. Esta versión del Réquiem verdiano ha superado las más expectativas optimistas que nadie pudo albergar en aquel concierto inaugural de la Sinfónica de mayo del 1992.
Para esta ocasión, el coro se vio notablememte reforzado: algunos antiguos coristas, varios miembros del Coro Joven de la OSG y unos cuantos fichajes especialmente seleccionados para la ocasión: una verdadera ampliación de capital humanoy artístico, con un total de 112 cantantes sobre el escenario. Esta ampliación de voces tiene desde su inicio una vocación de permanencia que es de desear que cuaje. También sería deseable una mayor incorporación de voces masculinas; lo que haría más fácil y menos esforzado el equilibrio con las femeninas -que, pese a todo, fue bastante notable en este concierto-.
El cuarteto de solistas, formado por Ekaterina Metlova, soprano; Dolora Zajick, mezzo; Josep Bros, tenor, y Luiz-Ottavio Faria, bajo, merece una atención aparte, naturalmente. Fue un grupo un tanto heterogéneo por timbre, aunque en los dúos entre las dos cantantes hubo momentos de sonido notablemente empastado, como en el Recordare Jesu pie. Bajo y tenor difirieron más en este aspecto: la oscuridad tímbrica y pesantez de voz de Faria contrastó vivamente con la clara emisión y ligereza de Bros.
Metlova no pareció estar en un momento óptimo: su voz en las intervenciones en el registro grave estuvo bastante falta de cuerpo y tuvo serias dificultades en los saltos a agudos. El de una octava con que finaliza el Andante del Libera me, resultó tenso y vacilante el viernes; el sábado, aunque lo afrontó con mayor decisión, quedó prácticamente un semitono por debajo de la nota indicada en la partitura. Un accidente que no termina de emborronar una actuación llena de intensidad expresiva por el lirismo o dramatismo impresos a su actuación, punto en el que coincidió con sus compañeros de reparto. En las intervenciones a grupo en cuarteto, dúos o tríos se apreció, por claridad de gesto y resultados en su conjunto, la buena concertación de Slobodeniouk. Solo Zajick se salió de ella, anticipándose en más de una entrada.
Dima Slobodeniouk realizó una dirección brillante, precisa por el ritmo bien marcado y flexible. E iluminada por la riqueza de matices que exige la monumental obra verdiana. En su versión se escuchó toda la constelación de sentimientos que esta expone: el dramatismo de las preguntas al absoluto, siempre huérfanas de respuesta; la súplica llena de terror a lo desconocido. También la conmiseración por los que se fueron (el Agnus fue ejemplar en este sentido por el elevado carácter alcanzado por solistas, coro y orquesta) y el lirismo de quien espera una redención misteriosa por hermética. Frente a quienes defienden el carácter de “ópera sacra” del Réquiem, Slobodeniouk acentuó el –más acertado, creo- de obra espiritual escrita con los recursos técnicos y expresivos de un genio de la ópera.
Hubo momentos sobrecogedores en la actuación de coro y orquesta, como los mencionados pianissimi y fortissimi de Requiem aeterna y Dies irae. El doble regulador del Amen final de la secuencia fue una lección de dominio dinámico. Las partes fugadas del Sanctus y la última y grandiosa del Libera me Domine fueron el grito de toda una doliente y agitada Humanidad exponiendo con la fuerza que proporciona la desesperación –pero ordenadamente, tal es el milagro de una fuga magistral- su última súplica, capitaneada al final humildemente por la voz de la soprano. Y el silencio.
El silencio final como culmen de la música de más de doscientos intérpretes. Sugerido desde la partitura, exigido por la necesidad que tanto sentimiento desbordado tiene de volver a su cauce, magistralmente pedido por Slobodeniouk desde el podio en su estatuaria quietud final y exquisitamente respetado por el público del viernes antes de estallar en las más que merecidas ovaciones. El del sábado -siempre más reactivo- no pudo esperar tanto. Ya llegará a ello.
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