El tamaño importa
Siento la poderosa tentación de darme de alta en el novedoso servicio de alquilar coches por hora. Han invadido Madrid —y otras ciudades de Europa— con un ecuménico placebo que intenta sustituir el uso ocasional de taxis o la espera y apretujamiento de los autobuses y el metro por el cómodo placer de localizar un vehículo con la magia instantánea del teléfono, abrirlo con un código cibernético, pagar con el dinero impalpable que ahora rige las finanzas del mundo y circular libremente por avenidas, callejas y callejones, aparcando donde se nos dé la gana y, luego, dejar el carro en el instante y sitio donde caduca su necesidad, como si fuese pañuelo desechable.
Confieso que hay lunes en que subo la cuesta de la calle Segovia o que avanzo lentísimamente por Recoletos con el antojo de que se aparezca milagrosamente un carruaje que me lleve en andas o que una panda de costaleros me ayude a subir por Alcalá y Gran Vía como si fuera yo un paso poblado con velas en la Semana Santa de Sevilla, con toldo y mantilla.
Apasionado viajero frecuente de trenes de largo recorrido y cercanías, confieso que hay paisajes de Asturias o anchos campos de Castilla donde imagino que de pronto se aparecerá la inmensa mano de un niño entre las nubes y, como si estuviera en el escaparate de una juguetería, moverá de pronto las vacas inmóviles que parecen estar pastando a la vera de las vías. He llegado a sentir que los otros pasajeros anónimos que suelen viajar conmigo en los vagones son también muñequitos de una inmensa maqueta con las nubes pintadas al óleo, pero con el tema ahora de moda de los minivehículos para renta instantánea me temo que el tamaño sí importa y que para darme de alta en el servicio de coches instantáneos tendré que esperar a que ofrezcan el alquiler de vagones o camiones de circo. Algo que aguante mi peso.
De haber venido en el siglo XVII para conocer a Cervantes creo que hasta el burro de Sancho se habría pandeado con mis lonjas y que de haber deambulado por estas calles en tiempos de Galdós, sería el único pasajero posible en esos simpáticos carruajes que cargaban hasta con 20 nobles aficionados a los toros rumbo a la antigua plaza de la carretera de Aragón.
Lo he comprobado en ciudades donde los pedaleros de bicitaxis fingen desmayos con solo ver que me acerco a preguntar la tarifa y consta que un calesero en Córdoba argumentó que su jamelgo tenía diabetes y no podría con mi peso, cuando en realidad ¡yo solo le preguntaba la hora!
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