El último alquimista
Agustín Fernández investigó las fórmulas secretas del monasterio de El Escorial
El monasterio de San Lorenzo de El Escorial, 50 kilómetros al noroeste de Madrid, esconde tesoros científicos innumerables. Entre 1585 y 1590, el rey Felipe II, gran coleccionista de libros esotéricos, de alquimia, nigromancia y brujería, mandó instalar bajo una de las torres del monasterio jerónimo una botica. Con biblioteca propia, llegó a albergar hasta 500 alambiques. Todo un laboratorio alquímico funcionó allí a pleno rendimiento. En la desamortización de bienes de la Iglesia, en 1834, la botica fue dispersada. Su botamen, el conjunto de recipientes de porcelana donde se almacenaban sus labores vegetales, fue a parar a la farmacia escurialense de la familia Ruiz Capilla, hoy de Ángel Fernández.
Seguidor de aquellos esfuerzos por mantener el monasterio como fortaleza de raros saberes lo fue un químico nacido en 1948 en Lores, al norte de Palencia, Agustín Fernández, que se formó en la orden de San Agustín, rectora del monasterio desde 1885. Allí cursó el noviciado durante los años sesenta. Pero su vocación la amplió hacia la química, disciplina en la que se licenció en la Complutense. Sería profesor de esta materia durante dos décadas en el Real Colegio Alfonso XII, que ocupa el ala Norte del monasterio.
“Agustín era un hombre corpulento, profundamente bueno, algo solitario, con pinceladas de candor, quizá un poquito estrambótico pero muy sociable y lleno de humanidad”, cuenta su amigo Octavio Uña Juárez, catedrático de Sociología de la Universidad Rey Juan Carlos y de la de Castilla-La Mancha, que fue su compañero durante la estadía en el cenobio; Uña sería posteriormente rector de la Universidad María Cristina, contigua al monasterio.
Agustín Fernández impartió sus clases a numerosas promociones. Pero sus investigaciones alquímicas, las que concitaron sus más creativas energías, las desplegó bajo la llamada Torre de la Botica, que se alza en el confín de la fachada a poniente del monasterio, en la torre opuesta y en el edificio contiguo al estanque adonde se trasladó la farmacia real escurialense, todo un conjunto de retortas, alambiques y matraces. Las huellas de un enorme depósito de destilación siguen en el ala meridional del monasterio.
En una estancia donde los tragaluces proyectaban sus destellos en los albarelos de porcelana de la vieja farmacia, Agustín Fernández fue a dar con la alquimia, el arcaico procedimiento precursor de la química y la farmacopea.
Por alquimia de metales se denomina una técnica experimental encaminada al hallazgo de la conocida como piedra filosofal, presumible generadora de oro mediante una rigurosa combinatoria de elementos metálicos.
Mas la alquimia de plantas, llamada espargiria, perseguía hallar remedios curativos contra enfermedades, a través de laboriosas cocciones y destilaciones de vegetales de todo tipo.
De esta manera, el fraile agustino pasó innúmeras horas enclaustrado bajo la torre que en su día albergó un hospital de convalecientes y donde ya los frailes se aplicaron en la búsqueda de remedios para combatir, entre otras dolencias, la gota de Felipe II.
Entre matraces, tubos y alambiques, Fernández comenzó a experimentar con algunos componentes botánicos de los cuales obtendría, en un principio y tras consultar viejísimas recetas, raros elixires, como uno al que denominó Delicuescencias de san Posidio, o licores a los que llamó Caos Gnóstico o Lágrimas de Ondina, como recuerda la farmacéutica Palmira Pozuelo, que le encargó para el banquete de su boda.
El monje, desde su cuartel general de la torre, creó un pequeño jardín donde experimentó con plantas de propiedades misteriosas. Asimismo, junto con Andrés Manrique, tradujo la obra Tesoros de los remedios secretos del evónimo filiatro, un códice del siglo XVI relativo a esta planta medicinal, recuerda Javier Campos, bibliotecario del Real Colegio Universitario María Cristina del que fue rector. “A veces le ayudé a nombrar sus preparados, como el Rayo de Júpiter”, señala Campos.
De las viejas semillas del herbolario filipino, de sus cosechas por los prados y dehesas y de las fórmulas transcritas de botánicos árabes logró extraer conocimientos que aunaría en algunos textos por él editados, como El arte de cautivar quintaesencias primaverales (Ed. Edinumen), un tratado sobre elaboración de licores.
Hombre de ideas innovadoras, partidario de renovar la Iglesia católica en clave progresista, Agustín abandonó la orden religiosa y se asentó en Zarzalejo, cerca de San Lorenzo de El Escorial. Allí se enamoró de Mercedes Benito Duperier, ceramista de la Escuela de Talavera. A sus 57 años, quien fuera considerado como el último alquimista, contrajo una grave enfermedad pulmonar derivada de sus trabajos alquímicos, que le llevó a la muerte, en agosto de 2009.
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