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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ‘selfimismamiento’

Convertido en un recurso del narcisismo postmoderno, el 'selfie' halla su correlato colectivo en la exhibición que las muchedumbres hacen de sí mismas a través de las redes sociales

Por más absorbente que sea la actualidad, comprender lo que de veras ocurre exige apartar la mirada del escenario público para enfocar también su trascenio, porque es entre los bastidores del gran teatro social donde se fraguan los procesos y derivas que tanto la mirada mediática dominante como la de cada ciudadano tienden a ignorar. La propensión a confundir la realidad con sus apariencias es tan vieja como la Humanidad, tal como enseña una nutrida tradición de filósofos y poetas —hoy prácticamente expulsados de universidades, escuelas e institutos— que incluye a unos tales Platón y Cervantes, Shakespeare y Calderón, Kant y Flaubert, Machado y Nietzsche. Este último proclamó que el ser humano vive sumergido en ensueños y fantasías, embriagado por una pulsión ilusa que ni siquiera sospecha, pero le faltaron unas pocas décadas para comprobar hasta qué punto la irrupción del cine, la radio y la televisión se disponía a alimentarla.

Un siglo después, a lomos de la industria cultural y del omnipresente ciberentorno, esa sempiterna querencia se encarna en el espectáculo que no cesa, denunciado hace medio siglo por Guy Débord como motor de la alienación postmoderna; y también en los procesos de estetización que el hiperconsumo —vía moda, diseño, deporte o nouvelle cuisine— y los nuevos cultos promueven.

Entendidas hace un siglo como aglomeraciones de individuos propensas al gregarismo, la irracionalidad y la fanatización, las masas sobre las que reflexionaron Le Bon, Ortega o Freud se dan en la actualidad, así mismo, de maneras nuevas y harto sutiles, que a menudo excluyen la copresencia física e incluyen la dispersión y hasta el aislamiento. Piense el lector en el riesgo de masificación que entraña el abuso compulsivo de las redes sociales y del streaming audiovisual —junto a usos saludables, claro—, cuando incontables personas recluidas en sus domicilios, en el transporte o en la calle entablan fugaces, epidérmicos contactos, simulacros de comunicación que resultan tan alienantes y aislantes como los que las muchedumbres presenciales fomentan.

Y piénsese, también, en la inclinación que tanto los individuos como los colectivos muestran a embelesarse con las autoimágenes que la tecnología digital produce y multiplica ad libitum. Convertido en uno de los recursos más manidos del narcisismo postmoderno —esa estupefaciente compulsión a exhibir a todas horas el palmito, inmejorable máscara encubridora—, el selfie halla su correlato colectivo en la exhibición que las muchedumbres hacen de sí mismas a través de las redes sociales y de los medios de persuasión que auspician y sancionan su existencia.

Ello no quiere decir, por supuesto, que toda aglomeración deba ser considerada como adocenada masa. Pero sí que, con mayor frecuencia de lo que suele admitirse, la cultura del espectáculo dominante alienta la formación de gentíos gregarios que, lejos de comportarse como multitudes críticas y articuladas, hacen del recurso al selfie un hábito de exhibición extática ante la propia tribu y de intimidación frente a las adversarias.

Por si fuera poco, la práctica simultaneidad entre la producción y la recepción de mensajes que la red hace posible ha dado una vuelta de tuerca decisiva al modo en que tanto las muchedumbres gregarias como las multitudes articuladas se construyen a sí mismas y comparecen ante la mirada propia y la ajena. Quienes hoy se concentran o manifiestan disponen de un arsenal de dispositivos con los que toman, producen, distribuyen y reciben, de forma virtualmente instantánea, una plétora de imágenes icónicas proclives a suscitar un autoembeleso semejante al que en el plano personal produce el selfie, entre otros efectos.

Y capaces de prestar alas renovadas, además, a ese crucial fenómeno de nuestro tiempo que Elisabeth Noelle-Neumann denominó “espiral del silencio”. Por un lado, una “espiral de adhesión” por mor de la que nuevos sujetos aspiran a incorporarse a la creciente vorágine de consenso, cuyo ascendiente crece y crece hasta devenir mayoritaria o incluso hegemónica. Y por otro, a modo de indispensable contraparte, una mucho menos reconocida “espiral del silencio”, en virtud de la que un número considerable de ciudadanos tienden a silenciar sus propios sentimientos y pareceres, en la medida en que los perciben como minoritarios o marginales.

¿Tendrá algo que ver lo antedicho, por ventura, con la espiral de trivialidad y esperpento que aquí y ahora nos aflige?

Albert Chillón es profesor de la UAB y escritor.

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