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SALSA / ALAIN PÉREZ
Columna
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Póker de metales

Cada oyente tendrá una percepción propia sobre el índice de cubanismo que tolera su torrente sanguíneo, pero nadie le podrá negar a este pueblo una calificación cum laudeen el epígrafe de la voluptuosidad. Alain Pérez no dudó, el pasado jueves, en disponer hasta de doce músicos sobre las tablas de la Galileo Galilei, una tasa de ocupación que incluso se incrementaba a ratos con la presencia de la bailarina Marta Beatriz, mujer de movimientos no precisamente constreñidos. Semejante despliegue de exuberancia tiene más mérito aún en la cruda sequía agosteña, pero al cubano nacido en Trinidad le cabe el orgullo de casi llenar la sala en estos tiempos de diáspora masiva.

Pérez es un Sandokán desorbitado, un gigantón de cuerpo robusto, barba tupida, trenza hasta la cintura y una americana burdeos de esas que solo un artista se atreve a lucir con desparpajo. Puede que sus movimientos reúnan más ímpetu que garbo, pero hay pasión en esa salsa impregnada en son (No quiero verte celosa). Y la sesión deriva al poco en descarga: no está claro cómo eludir tanta mesa y silla, pero el bailoteo se convierte en imperativo casi unánime.

La riqueza tímbrica, entre la polirritmia y el poderoso póker de metales, queda a ratos lastrada por la rutina y la convención. Alain procura modernizar el género sin apartarse apenas del guion, lo que no parece lo más coherente, y solo mejora con los estribillos, más directos y mejor arreglados (Hablando con Juana) o cuando agarra el bajo de cinco cuerdas (Enséñale a quererte) y redescubrimos a aquel vigoroso Jaco Pastorius caribeño que ya encandiló a Paco de Lucía. Ah, y Pérez atesora talento y horas de vuelo como para que corrija esa costumbre tan antiestética de llevarse la mano derecha al oído. Alguien con lugartenientes como el pianista Iván Melón Lewis seguro que no necesita redes de seguridad para afinar.

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