Universalidad y reconocimiento
Hay muchas razones para discrepar del independentismo catalán, pero la fácil descalificación como retrógrado es no quererse enterar de por dónde va el mundo
Paul Valéry, en su prefacio a las Cartas Persas de Montesquieu, dice que cuando la sociedad “se eleva de la brutalidad al orden”, “puesto que la barbarie es la era del hecho es necesario que la era del orden sea el imperio de la ficción”. No hay poder capaz de imponer el orden sólo con hechos, “por la simple coacción de los cuerpos a los cuerpos”. Se necesitan fuerzas ficticias, “la acción de presencia de cosas ausentes”. Estas palabras de Valéry concuerdan con el argumento de Yuval Noah Harari en Sapiens: el homo sapiens conquistó el mundo gracias a un lenguaje único. Todos los animales, incluso los insectos, saben comunicarse, todos los animales tienen algún tipo de lenguaje, pero “el nuestro es increíblemente flexible”. Y permite hablar sobre ficciones (y además creérnoslas); transmitir información sobre cosas que no existen: las leyendas, los mitos, los dioses, las religiones; y, a partir de ellas, construir mundos propios compartidos y así poner a cooperar un gran número de desconocidos. “Las cosas más importantes del mundo sólo existen en nuestra imaginación”, dice Yuval Noah Harari.
Todo orden está construido sobre ficciones de las que emanan autoridad y lo que se acostumbra a llamar valores, es decir, enunciados con capacidad normativa que se aceptan como algo natural, sin discusión. Obviamente las ficciones expresan las relaciones de poder dentro de la sociedad (el poder es inmanente a toda relación humana, como explicó Michel Foucault), las legitiman y las refuerzan. Las sociedades mutan y las ficciones también.
¿La ambición de lo universal está abocada a desaparecer en la era de la globalización? ¿Las políticas identitarias se oponen a lo universal? La respuesta de Marcel Gauchet, en un reciente ensayo, es: no
Vivimos una nueva fase en las mutaciones de la modernidad, empujada por las nuevas tecnologías de la información, que va minando ficciones y sus correspondientes equilibrios. Durante las dos décadas anteriores a la crisis de 2008, la creencia en que no había límites, en que todo era posible, hizo estragos y coronó como nuevo dios a los inefables mercados de los que emana no sólo la obligación política si no también la normatividad moral. Poco a poco, golpe a golpe, esta ficción se resquebraja, paradójicamente como consecuencia del mismo factor que la hizo posible: la globalización. Y a partir de los mismos instrumentos: las tecnologías de la información. Pierre Manent se declara más impresionado por la fragmentación que por la globalización: ficciones para dibujar un mundo propio desde el que ser verdaderamente universal. Unas ficciones que toman formas muy diversas y variadas, desde la utopía libertaria originada en Silicon Valley de construirse una plataforma en aguas internacionales en la que vivir sin estado ni ley, hasta los movimientos independentistas, pasando por nuevas formas de organización religiosa o de construcción de espacios comunitarios, o por movimientos sociales alternativos. Frente a las ficciones que incomodan porque cuestionan el status quo, la respuesta predominante es un falso pragmatismo, que busca su legitimidad en la fuerza de las cosas, en una especie de fatalismo que ha acabado entregando la política en manos de los poderes externos y contramayoritarios a los que tenía que controlar y poner límites.
¿La ambición de lo universal está abocada a desaparecer en la era de la globalización? ¿Las políticas identitarias se oponen a lo universal? La respuesta de Marcel Gauchet, en un reciente ensayo, es: no. Precisamente la exigencia de universal pasa por estas identidades: lenguaje universal científico y técnico, comunidades políticas particulares, multiplicidad de lenguas. La globalización, al contrario de lo que se pensó inicialmente, potencia estas particularidades —las redes sociales empiezan por articular lo más cercano— y precisamente les da un marco dónde reconocerse y ser reconocidas: lo universal. Hay un cierto monoteísmo de los valores, a partir del concepto de derechos humanos, pero también un descentramiento radical. No hay propietarios de lo universal. Se trata de reconocernos unos a otros, en la medida en que tenemos una referencia universal que lo permite.
La demanda de reconocimiento es inherente a cualquier afirmación identitaria, y precisamente es lo que la hace universal y la distingue del particularismo sectario encerrado en sí mismo fuera del mundo. Lo universal como interface. Hay muchas razones y argumentos para discrepar del independentismo catalán, pero la fácil descalificación como retrógrado, propio de tiempos pasados, fuera de las corrientes y tendencias del momento, es sencillamente no quererse enterar de por dónde va el mundo.
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