El independentismo, en fase infantil
La mejor perspectiva de los partidarios de la independencia es acumular fuerzas para una negociación a medio plazo
Han tenido que pasar cuatro años de intensa fiebre política para que las encuestas oficiales dieran una alegría a quienes han asistido atemorizados al auge del independentismo catalán en los sondeos. Respira por fin aliviado el unionismo, feliz por comprobar que su intensa movilización y el bombardeo mediático que ha provocado haya logrado frenar el avance de la oleada en la que hace un par de años temía ahogarse. Ahora son obvias las divisiones en los partidos soberanistas, la debilidad de su liderazgo y la confusión con que se enfrenta al futuro inmediato.
La última encuesta oficial de la Generalitat, que da al unionismo una ventaja de cuatro puntos porcentuales sobre los partidarios de la independencia, ha sido leída como el parte de la derrota. Ni entre quienes promueven un Estado catalán soberano ni entre quienes se oponen a él se opera a día de hoy con la expectativa real, creíble, de que el movimiento vaya a desembocar en su creación y reconocimiento internacional en un par o tres de años. Entonces, ¿cuáles son sus perspectivas plausibles?
Una de las posibilidades más verosímiles es que el proyecto independentista siga dando patadas para adelante al balón, posponiendo la hora de la verdad en sucesivos plazos de dos o tres años a la espera de un escenario político más propicio. Por hora de la verdad se entiende la puesta en práctica de otra de las posibilidades, consistente en aplicar la por el momento última hoja de ruta que sus dirigentes manejan, que incluye actuaciones propias de la soberanía previamente anunciadas en el programa de las próximas elecciones al Parlament. Si así lo hicieran se abriría en España una crisis política grave, que pondría en juego los apoyos políticos y de todo tipo de cada una de las partes. La relación de fuerzas en España y fuera de ella, es decir, en la Unión Europea, decidiría. Hasta ahora, todos los choques han abocado a sucesivas derrotas del bloque soberanista, aunque al mismo tiempo cada una de ellas se haya convertido en un nuevo argumento para ratificar e incluso subir la apuesta.
El origen reactivo del actual brote del independentismo en Cataluña lo ha configurado como un movimiento de confrontación y lo condiciona
Si la respuesta del Gobierno español a una situación de este tipo se mantuviera en las coordenadas en que ha afrontado el desafío hasta ahora, en particular la declaración de soberanía por el Parlamento catalán de 2013, y con ello bastara para frustrar los ejercicios de soberanía, el movimiento independentista habría llegado a un punto tras el cual no le quedaría otra opción que el repliegue. Si la relación de fuerzas no permite imponerse al Gobierno español ni obtener reconocimiento internacional, se cosecha una derrota. Una más, pero esta de mayor gravedad.
Cuando fracasan, tentativas de este calado no dejan indemnes a quienes las han protagonizado. No salen gratis. Dejan heridas en la sociedad y en las instituciones. En la economía. Las cosas no vuelven a ser como antes. Distinto sería, quizá, si se estuviera ante procesos pactados, como los de Escocia o Quebec. No es el caso. Ahí está la retirada de Alex Salmond tras perder su referéndum para ejemplarizar, por si hiciera falta.
El origen reactivo del actual brote del independentismo en Cataluña lo ha configurado como un movimiento de confrontación y lo condiciona. Se conoce bien su capacidad de movilización, pero no tanto su capacidad de maniobra, su cintura política. Ha tenido que enfrentarse al más cerrado inmovilismo y eso también lo condiciona. No está claro si, llegado el caso, aceptaría entrar en la negociación de vías reformistas como las apuntadas por la izquierda española. Pero es desde luego otra posibilidad. Una opción de este tipo es difícil de imaginar en este momento porque la posición tanto del Gobierno del PP como del bloque soberanista ha sido la de negar las terceras vías, las soluciones intermedias, las negociaciones sobre el fondo del asunto, que no es otro que un más efectivo reconocimiento nacional de Cataluña.
Este es, sin embargo, uno de los probables escenarios de futuro. Uno de los más sorprendentes e incomprensibles aspectos del movimiento independentista en estos años ha sido su convicción de que su objetivo estaba al alcance de los dedos. Que la independencia estaba al caer. Un infantilismo inconsciente, ciego a la desproporción entre la fuerza del Estado español y la de un movimiento político que, cuando más, puede contar con la simpatía de la mitad de la población de Cataluña.
Pese a todo, el independentismo está configurándose como factor político estructural, como tendencia hegemónica en el catalanismo en sustitución del autonomismo y del federalismo. El catalanismo tardó medio siglo hasta conseguir en 1932 el primer estatuto de autonomía, después de varios intentos frustrados. De forma análoga cabe pensar ahora que una expectativa realista, la mejor, es que el independentismo deba transitar por un periodo de acumulación de fuerzas de incierta duración. Aspirar a que sus apoyos crezcan hasta el 75% de la población. Sin esto, no tendrá opción. Y trabajar también para la maduración de la otra parte. De forma que, superado el infantilismo, lo que en este principio de siglo XXI ha sido imposible negociar pueda serlo en unas décadas.
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