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Las razones de los hombres delgados

La Fundación Canal exhibe a partir de hoy un centenar de obras —dibujos y esculturas— de Alberto Giacometti bajo el prisma de su mirada artística

Una de las esculturas del artista Alberto Giacometti.
Una de las esculturas del artista Alberto Giacometti.

Muchas son las exposiciones que durante los últimos años se han dedicado a las fascinantes figuras filiformes de Alberto Giacometti (Borgonovo, Suiza, 1901-Coira, Suiza, 1966); unas obras que supusieron una transformación radical en el concepto de escultura. Réplica de todas las incertidumbres que asolaron Europa durante la segunda mitad del siglo XX, la obra del artista suizo está también entre las más cotizadas en el mercado desde que en febrero de 2010 pulverizó todos los récords con El hombre caminando I (1961), adjudicada en subasta por 104,3 millones de euros.

La exposición que hoy se abre al público en las salas de la Fundación Canal en Madrid, Giacometti. El hombre que mira, hasta el 3 de mayo, aborda su obra a partir de la mirada del artista. Todas las piezas proceden de la Fundación Giacometti y más de la mitad han sido restauradas por la Fundación Canal para ser expuestas al público por primera vez.

Organizada conjuntamente por ambas fundaciones, la exposición consta de un centenar de obras, en las que predominan los dibujos con los que él intentaba capturar la esencia del ser humano.

Está comisariada por Mathilde Lecuyer y Catherine Grenier, directora de la Fundación Giacometti, e introduce al visitante recordando la definición que de él hizo el filósofo Jean Paul Sartre: el artista existencial por excelencia, autor de una revolución copernicana en el mundo del arte.

Durante un detallado recorrido por la exposición, recuerda Catherine Grenier que, desde su juventud, Giacometti se interesó por la figura humana, una dedicación que mantuvo a lo largo de toda su vida. “En todas sus etapas (naturalista, cubista o surrealista) articuló su sobra en torno a una noción esencial: la mirada”.

Dividida en seis secciones, las dos primeras salas están dedicadas a la importancia que el artista depositaba en la cabeza. A través de los dibujos, tintas o carbón, se ve su interés por el detalle de cada uno de los elementos del rostro, hasta llegar a completar caras que emborrona y rehace sobre un mismo papel. Explica la comisaria que al enfrentarse con la obra partía del convencimiento de que “si no tenemos la cabeza, no tenemos nada”; una máxima que le supuso soportar el desprecio de André Bretón, líder del movimiento surrealista. Pero Giacometti “sólo veía los detalles y no el conjunto de la cabeza”, según sus palabras recogidas en los paneles de la exposición. “Así pues, como yo quería ver el conjunto, los hacía retroceder. Y a medida que retrocedían, la escultura disminuía y disminuía…”. Y añade la comisaria que las cabezas y los cuerpos se convierten en esculturas frágiles cada vez más reducidas, e intenta frenar su desaparición anclándolas en pedestales cúbicos y macizos. Las caras de los modelos desaparecen bajo las líneas de un cráneo universal repetido de memoria. La mayoría de los retratos son de su hermano Diego y de su esposa Annette, quienes posaron para él diariamente durante más de 20 años.

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La exposición avanza después por las obras centradas en la mirada; algo de los surrealistas querían extirpar como fuera.

La serie de dibujos hechos con lápiz para la cabeza de Jacques Dupin son un buen ejemplo de ese interés de Giacometti por la mirada.

De la percepción del ojo, la muestra se abre hacia las figuras de medio cuerpo. Son esculpidas sobre una base montañosa, sin piernas. Convencido de que nunca vemos a la gente en su tamaño natural, sino partes o visiones reducidas, a partir de la guerra esculpe bronces con los que intenta invadir el espacio. En los dibujos se ve cómo aísla partes del cuerpo de los modelos porque no podía reflejar todo. O veía un volumen, o una mancha o cualquier detalle, nunca toda la figura.

Sus famosas mujeres inmóviles y sus célebres hombres caminando ocupan una parte sustancial de la exposición. Catherine Grenier llama la atención sobre cómo los dibujos recogen la visión de una feminidad totémica y primitiva, sobre todo en las mujeres a las que amó, que no fueron pocas: “Giacometti vive varias pasiones determinantes para la evolución de su obra. Antes de la guerra, Isabel Nicholas está en el centro de la crisis de reducción de su escultura, pero, en 1945, el recuerdo de su cuerpo le inspira también una producción en grande que, a partir de 1947, evoluciona gracias al dibujo hacia las grandes figuras delgadas de su estilo de madurez. Comprendiendo que sus relaciones con las chicas son desde hace tiempo un motor de su creatividad, su esposa, Annette, tolera sus relaciones con las camareras de los bares de Montparnasse, donde en 1959 conoce a la indomable Caroline, que marcó los últimos años de su obra”.

El espacio dedicado a la pareja muestra siempre al hombre y a la mujer de manera hierática y asexuada, posando de frente. Casado en 1949 con Annette Arm, a quien había conocido en Ginebra en 1943, la instala en su taller para convertirla en la modelo principal de las parejas que aquí se muestran juntas pero a punto de difuminarse en la lejanía. Y a esa posibilidad de perderse en el espacio está dedicado el final de la exposición, con una decena de pequeñas esculturas, aupadas en pedestales idénticos, cuya delgadez va aumentando según avanza la mirada del visitante. Al final, la disolución de la imagen es total.

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