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Tribuna
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La sonrisa de Concha

Caballero era una mujer culta y con una gran capacidad de comunicación

Ha muerto Concha Caballero y la noticia, absolutamente inesperada, aunque hace ya algunas semanas ella me habló de su enfermedad, ha producido un profundo desgarro en mi galería privada de personas admiradas. Conocí a Concha, a principios de los años noventa, en un coloquio en la Facultad de Periodismo de Sevilla, en el que ella participaba como miembro del Consejo de Administración, de la RTVA, en el que representaba a IU, y yo como portavoz del PP en la comisión de control parlamentaria del ente público. Coincidimos después en la misma comisión de control, yo como presidente y ella como portavoz de IU. Años más tarde, cuando los dos habíamos dejado la política activa, volvimos a coincidir en innumerables ocasiones en tertulias radiofónicas y televisivas. Y, a lo largo de todos estos años, casi veinticinco, nos fuimos haciendo amigos porque, casi desde el principio, nos dimos cuenta de que, a pesar de nuestra militancia distinta, y casi siempre opuesta, nos unía el respeto a las ideas de los demás y la ausencia de dogmatismos. De ahí, que nuestra relación se fuese asentando con el tiempo, convirtiéndose en una amistad que no excluía – tal vez por eso fue a más – el desacuerdo sobre bastantes cuestiones que afrontábamos con sinceridad y su puntito de ironía.

Concha era una mujer culta y con una gran capacidad de comunicación, como demostró a lo largo de los años en sus intervenciones en el Parlamente andaluz, donde fue portavoz y después, en las tertulias, en las que hacía gala de un aguzado sentido para interpretar la realidad, lo mismo que hacía en sus escritos, como dan fe sus artículos publicados en este periódico. Era una mujer de planteamientos firmes, que se expresaba con rotundidad en los debates, lo que compensaba con esa sonrisa a la que Román Orozco se refería en estas páginas. Esa sonrisa que endulzaba su discurso pero que, al mismo tiempo, te desconcertaba. Y lo digo por propia experiencia.

Cuando, ya retirada de la actividad política, y dedicada a sus clases de literatura en un instituto sevillano, opinaba sobre los temas de actualidad, lo hacía con ese tinte de ilusión de los sueños vivos, pero no cumplidos, y en los que todavía se sigue creyendo. Amaba la vida serenamente y creía en la dignidad y la ejercía día a día. Se esforzaba, con dulzura en la expresión y rotundidad en las palabras, en defender sus ideas de presente y de futuro, por las que había luchado y por las que todavía seguía combatiendo. Era noble y sincera, y su sonrisa era un regalo. Un regalo que nunca olvidaremos los que pudimos disfrutarlo.

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