El rico jugo y el arrebato
La nueva gran voz del Mediterráneo abarca, entre la excelencia y el exceso, un repertorio impredecible con Raül Fernández Miró
Comenzaremos esta vez por la anécdota, puesto que merece la pena y quizás sus protagonistas acaben contándosela a sus nietos. Se había cumplido la primera media hora del concierto de Silvia Pérez Cruz y Raül Fernández Miró en el Teatro Nuevo Apolo y los oficiantes acababan de dar cuenta del Hymne à l’amour (Edith Piaf) con ese carácter iconoclasta y rompedor del que viene haciendo gala esta pareja. Una voz de mujer madura se elevó desde el patio de butacas y adujo, educadísimamente: “Silvia, la guitarra está muy alta”. Raül, que acababa de comportarse como un Lee Ranaldo a la barcelonesa, se encogió de hombros con gesto de artista incomprendido. Su aliada ampurdanesa, turbada, acertó a musitar: “No sé qué decir”. Y un jovenzuelo resolvió el entuerto exclamando también desde el público: “¡Está fenomenal!”.
Así son las cosas cuando la transgresión domina la escena. Silvia y Raül manejan excelentes argumentos para fascinar, pero algunos oídos se sentirán razonablemente frustrados. Su proyecto conjunto de versiones abraza un catálogo casi imposible (de Schumann a Leonard Cohen, con escalas en Morente, Violeta Parra o, vaya por Dios, Albert Pla) bajo el argumento de que todos los títulos escogidos son “canciones bonitas”. Pero ellos son los primeros interesados en deconstruirlas y reinventarlas. Incluso reventarlas. La apuesta es radical, estimulante y valiente, pero con índices dispares de acierto. El cant del ocells opta por el preciosismo pero se queda en una especie de fado tímido. Y Carabelas nada, que no figura entre lo más agradecido de Fito Páez, es objeto de una sacudida tan severa que bordea la atonalidad.
Prevalece, sin duda, el holgadísimo talento del tándem, una extraña pareja de movimientos artísticos impredecibles e inconformistas. Ambos insisten en que su álbum conjunto, granada, debe escribirse con minúscula: en ningún caso se refiere a la ciudad nazarí, sino a la sabrosa fruta de eclosiones otoñales o al artefacto explosivo de efectos devastadores. Y en esa dicotomía se manejan, entre el rico jugo y el arrebato furibundo. Cuando los dos extremos se funden, el resultado es mágico: Mercè nos coloca a María del Mar Bonet bajo el prisma de Radiohead y la prolongada ovación en Compañero/Aniquilando, de formas crudísimas, reedita aquel extraño y magnético sortilegio entre Morente y Sonic Youth. Solo queda margen para una duda razonable: ¿bastan una gran voz y un guitarrista de infinitas texturas para cubrir dos horas largas de concierto? Seguramente no.
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